Por Frank Swain, de EsMateria.com
Ciertas técnicas de supervivencia extrema, propias de la hibernación, podrían ayudarnos a superar lesiones potencialmente mortales. La ciencia intenta aprender cómo las especies que hibernan han heredado fragmentos de mecanismos de protección contra el frío, la inactividad, la inanición y la asfixia de ancestros comunes
Imagina que te han llevado a urgencias y estás al borde de la muerte. Tus lesiones son tan graves que los cirujanos no tendrán tiempo de salvarte. Sufres una hemorragia ilocalizable, producto de una ruptura de vasos sanguíneos. La pérdida de sangre priva de oxigeno y nutrientes vitales a tus órganos, que se mueren de hambre. Estás a punto de sufrir un paro cardíaco.
Pero todavía no es el fin; la decisión ha sido tomada: se conectan tubos, se encienden máquinas y las bombas comienzan su trabajo. Un gélido líquido se abre paso por tus venas, enfriándolo todo a su paso. Poco más tarde, tu corazón se detiene y tus pulmones dejan de funcionar. Tu cuerpo se queda ahí, haciendo equilibro en el filo entre la vida y la muerte; ni aquí ni allí; está congelado en el tiempo.
Los cirujanos siguen con su trabajo, grapan, cosen, reparan. Entonces la bomba resucita de una sacudida, y vuelve a introducir sangre caliente en tu cuerpo. Estás a punto de ser reanimado. Si todo va bien, sobrevivirás.
Llamamos animación suspendida a la capacidad de pausar los procesos biológicos humanos, y siempre ha sido algo propio de la ciencia-ficción. El interés en este campo surgió, precisamente, en los años 50, consecuencia directa de la carrera espacial. La NASA bañó en dinero toda investigación biológica dirigida a que los seres humanos adquiriesen esa capacidad de conservación artificial. Se esperaba que dicho estado protegiese a los astronautas de los peligrosos rayos cósmicos que surcan el espacio exterior. Ser capaces de pasar dormidos todo el camino hacia las estrellas implicaría también un menor consumo de comida, agua y oxígeno, que harían posibles viajes de recorridos inimaginables hasta entonces.
Uno de los receptores de aquella financiación fue un joven James Lovelock. El científico congelaba hámsteres sumergiendo sus cuerpos en baños de hielo. Una vez que los latidos de volvían imperceptibles, los reanimaba colocándoles una cucharilla caliente sobre el pecho (en experimentos posteriores, Lovelock, ya imbuido en la estética aeroespacial, construyó una pistola de microondas con piezas desechadas de una radio, para despertar a sus sujetos de estudio con mayor suavidad). Aquellos pruebas de flexibilidad con la vida le harían recorrer el sendero hacia su trabajo más conocido: la “Teoría de Gaia”, que concibe al planeta como un único superorganismo viviente.
Sus atrevidos experimentos no consiguieron pasar de las pruebas con animales, y no llegaron a congelarse astronautas, ni nadie fue tampoco reanimado con una cuchara caliente. La idea de convertir a personas en barritas de carne inerte, para ser lanzadas al espacio exterior en viajes de larga duración, se mantuvo dentro el ámbito de la ciencia ficción. Una vez agotada la carrera espacial, la NASA perdió el interés, aunque las semillas plantadas por Lovelock y sus compañeros no dejaron de crecer.
Los campesinos durmientes de Pskov
En 1900, The British Medical Journal publicó un relato sobre unos campesinos rusos que, aseguraba su autor, eran capaces de hibernar. Forzados a un estado cercano a la “hambruna crónica”, los residentes de una región del noreste conocida como Pskov, optaban por retirarse al interior de sus casas tras la primera nevada. Una vez dentro, se agrupaban alrededor del hogar, y caían dormidos en un duermevela profundo al que llamaban “lotska”. Solo se despertaban una vez al día para ingerir algo de agua y pan duro; mientras se turnaban para mantener vivo el fuego, sin llegar verdaderamente a levantarse hasta llegada la primavera. Nada se ha sabido de los campesinos durmientes de Pskov desde entonces, pero el sueño de la hibernación humana persiste, y muy ocasionalmente, algo muy parecido se cruza con la realidad.
Pasan cien años, Anna Bågenholm disfruta de sus vacaciones en Noruega, esquiando. Cae por accidente de cabeza en un arroyo helado, y queda atrapada bajo el hielo. Cuando finalmente llegan los equipos de rescate, esta radióloga sueca lleva ya sumergida 80 minutos, y tanto su corazón como sus pulmones están inertes. Cuando los médicos del Hospital Universitario de Tromsø miden su temperatura, obtienen 13,7ºC, la menor temperatura jamás observada en una víctima de hipotermia. Todo indicaba que debería haber muerto ahogada y aún así, tras diez días de cuidados intensivos y un delicado recalentado, Bågenholm despertó. Su recuperación, tras su helado roce con la muerte, fue casi completa. En circunstancias normales unos pocos minutos bastan para ahogar a una persona, y aún así Bågenholm sobrevivió más de una hora. El frío, de alguna forma, la había preservado.
En circunstancias normales unos pocos minutos bastan para ahogar a una persona, y aún así Bågenholm sobrevivió más de una hora. El frío, de alguna forma, la había preservado
No es la primera vez que se observan los beneficios del frío en lesionas traumáticas. Ya en las guerras napoleónicas, los médicos de campo observaron cómo los soldados de infantería heridos, expuestos al frío, mostraban mayores probabilidades de supervivencia que los oficiales, guarecidos en tiendas de campaña, junto al fuego. Hoy en día, la hipotermia terapéutica es de uso común en multitud de aplicaciones hospitalarias, desde la cirugía hasta la asistencia en partos especialmente complicados.
Reducir la temperatura corporal ralentiza la actividad metabólica; de un 5% a un 8% por cada grado perdido. A la par, también se reduce el consumo de nutrientes esenciales como el oxígeno. Los tejidos, que normalmente estarían sufriendo por la privación de oxígeno y nutrientes derivada de una pérdida de sangre o un fallo cardíaco, también pueden así preservarse. En teoría, si la temperatura siguiera bajando, llegaría un punto en el que todos los procesos biológicos se detendrían. Podríamos existir en un estado de animación suspendida. Tal y como pasa con un reloj sin cuerda, no habría ningún defecto físico; todos los componentes estarían en perfecto estado, solo que pausados. No haría falta más que un poco de calor, para volver a poner en marcha nuestro mecanismo.
Por supuesto, nada es tan sencillo. La hipotermia es peligrosa. El cuerpo pide calor y lucha por mantener su temperatura. A lo largo de nuestras vidas se mantendrá cerca de unos constantes 37ºC, lo cual requiere de no pocos esfuerzos. El cuerpo está abocado a realizar un incalculable número de ajustes solo por mantener el equilibro entre el calor generado y la pérdida de temperatura por exposición ambiental, en un denodado esfuerzo por mantenerse dentro de una franja bastante reducida. Cuando cae demasiado, la sangre se aleja de la piel expuesta y se acumula en el torso central mientras nosotros tiritamos y buscamos refugio bajo las mantas. Los efectos más severos del frío son desastrosos. Tan solo con una temperatura corporal de 33ºC, unos meros 4ºC por debajo de la norma, nuestro corazón ya comienza a sufrir palpitaciones. Llegados a 25ºC, ya arriesgamos que se detenga por completo, y aunque consiguiéramos sobrevivir a la hipotermia, el regreso al calor podría provocarnos severos daños renales.
Existen, por supuesto, algunas especies animales capaces de soportar lapsos mucho más grandes de frío. La ardilla terrestre ártica posee una temperatura corporal similar a la nuestra, pero durante su hibernación, es capaz de subsistir con una temperatura interna de 3ºC bajo cero, gestionando cuidadosamente sus fluidos corporales extrafríos para evitar su congelación. También los hámsteres de Lovelock consiguen alcanzar profundidades hipotérmicas más allá de nuestro alcance. Cómo estos animales consiguen superar estos estados es de sumo interés para cualquiera que persiga desentrañar los secretos de la animación suspendida en seres humanos.
“¿Cuándo puedes considerar muerto a un camarada?“ pregunta el Profesor Rob Henning con una sonrisa. Está citando un manual del ejército que recibió al incorporarse a filas como uno de los últimos reclutas forzosos de Holanda. “Primero: ¿se está pudriendo? Segundo: ¿se encuentra su cabeza a más de veinte centímetros de su cuerpo?”. Al igual que Lovelock, los experimentos que Henning ha realizado con hibernantes le han otorgado una visión flexible sobre lo que considera que significa estar vivo.
En el piso superior del Departamento de Farmacia Clínica y Farmacología del Centro Médico Universitario de Groninga (UMCG , Países Bajos), hay un ventanal desde el puede verse cómo la ciudad medieval se extiende por un paisaje liso como un plato. Debajo está el bullicioso hospital; centro regional de cirugía de trasplantes. Es también el lugar donde Henning y su equipo pugnan por revelar los secretos de la hibernación.
Según Henning, “lo que hacemos aquí es biomímica. Nos servimos de estos grandes hitos de la naturaleza y los secuestramos en beneficio de la medicina”.
El letargo animal
Un gran número de animales es capaz de frenar su metabolismo para alcanzar estados de bajo consumo energético: insectos, anfibios, mamíferos, pájaros y peces. En períodos cortos de tiempo, esta condición, que consiste en reducir la temperatura corporal y la actividad, se conoce como letargo. Encadenando series completas de estas pequeñas sesiones de letargo, estos animales consiguen acceder a los estados vegetativos que llamamos hibernación. Gracias a esta técnica, animales diminutos como ratones, hámsteres y murciélagos, pueden sobrevivir a largos períodos de hambruna en invierno, acurrucados en alguna parte, preservando su energía.
Tras sus estudios como anestesista, Henning comenzó a aficionarse a la hibernación en los años 90. Las cosas no se pusieron realmente serias hasta que formó su grupo de investigación hace unos seis años. “No es difícil imaginar la cantidad de aplicaciones que podrían tener los hibernantes. La más obvia serían sus aplicaciones en cirugía mayor”, nos explica. La pérdida de sangre es la principal causa de muerte durante una intervención quirúrgica, pero en un estado hipotérmico, los hibernantes serían capaces de soportar lesiones mucho mayores a las que su cuerpo soportaría en condiciones normales. En parte, esto se debe a que los tejidos están protegidos en los estados metabólicos más bajos, y también en parte, a que el corazón bombea sangre a un ritmo infinitamente más lento del habitual.
Pero la increíble resistencia de los hibernantes no se debe exclusivamente a la resistencia al frío o la pérdida de sangre. A pesar de las similitudes con una simple siesta, hibernar no consiste tan solo en dormir para pasar el frío. Es un penoso maratón de hipotermia, hambruna y exposición a enfermedades. Para soportar estas penurias, los animales que la practican han desarrollado toda una batería de procesos de adaptación que protegen tanto sus cuerpos como sus mentes.
Hibernar es un penoso maratón de hipotermia, hambruna y exposición a enfermedades
Antes de una larga hibernación, los animales se fuerzan la obesidad a base de comer hasta convertirse, básicamente, en diabéticos de tipo 2. Al contrario que en el caso de los humanos, sus paredes arteriales no se agrandan hasta provocarles una crisis cardíaca. Algunas especies dejarán de comer dos o tres semanas antes de hibernar, repentinamente capaces de soportar accesos de hambre incluso a sus niveles de actividad normal.
Mientras que un ser humano solo es capaz de pasar una semana en cama antes de comenzar a sufrir atrofia muscular o padecer coágulos sanguíneos, los hibernantes pasan meses sin moverse. Durante la hibernación, el microbioma, la comunidad bacteriana que habita los conductos digestivos de los animales, es sacudido por el frío y la repentina ausencia de comida. Los pulmones de un hibernante se recubren de una gruesa capa de moco y colágeno similar a la de los afectados por asma, y sus cerebros muestran cambios parecidos a los casos tempranos de alzhéimer. Algunas especies sufren perdidas de memoria durante la hibernación. No menos sorprendentes son los síntomas de privación de sueño que algunos muestran al despertar finalmente. Y a pesar de todo, los hibernantes son capaces de sobreponerse a todo esto y llegada la primavera, volver a las andadas, a menudo sin ningún efecto dañino a largo plazo.
UMCG es un complejo formado por medio kilómetro de edificios tan apretujados, que se puede caminar desde el gran hall en un extremo hasta el aparcamiento de bicicletas en el contrario, sin llegar a pisar la calle. Uno de estos edificios es el laboratorio de animales.
En una minúscula habitación alejada del pasillo principal, Edwin de Vrij, estudiante de doctorado de Henning, y su colega se ocupan de una rata tendida boca abajo en un lecho de hielo. Una masa de tubos y cables rodea al animal: le suministra fluidos que lo mantienen vivo y a la vez envía datos valiosos. Una lenta bobina de papel muestra en una máquina que el ritmo cardiaco de la rata se ha reducido de los 300 frenéticos latidos por minuto a solo 60. En otra, unos brillantes números rojos demuestran que la temperatura de la rata ha caído en más de 20 grados, hasta los 15ºC. Con el ritmo de un metrónomo, un ventilador lanza soplos regulares al roedor anestesiado. Al igual que nosotros, la rata es un animal no hibernante incapaz de sobrevivir a una hipotermia profunda sin ayuda médica. “Si la enfrías, los impulsos nerviosos se entorpecen y los músculos padecen. El hecho de que sufran para respirar es pura fisiología”, explica De Vrij. No sucede lo mismo con los animales hibernantes, o incluso con algunos mamíferos no hibernantes. “Los hámsteres se las arreglan para mantener una respiración adecuada”, dice. “No tenemos que ventilarlos”.
Además de inducir en los hámsteres un estado de hibernación (proceso que exige semanas de ajustes graduales en salas con un clima regulado para reproducir el comienzo del invierno), el equipo de la UMCG provoca estados de hipotermia como el de la rata. Para ello enfría a los animales rápidamente, hasta llevarlos a la suspensión metabólica.
Hoy De Vrij busca plaquetas, algo esencial en los coágulos sanguíneos para evitar hemorragias. Los animales hibernantes, pese a su falta de actividad, eluden los coágulos. Esta capacidad se debe en parte a un cambio curioso en el cuerpo hipotérmico: al enfriarse, las plaquetas desparecen de la sangre. Nadie sabe aún adónde van, pero el hecho de que reaparezcan súbitamente con el recalentamiento hace sospechar a De Vrij que se conservan en algún lugar del cuerpo, en vez de ser reabsorbidas y más tarde resintetizadas.
Sorprendentemente, este cambio se produce también en animales no hibernantes, incluidas las ratas y –a veces- las víctimas humanas de hipotermia.
Lo que vienen a decirnos los rasgos compartidos por distintos hibernantes es que probablemente estas especies hayan heredado fragmentos de mecanismos de protección contra el frío, la inactividad, la inanición y la asfixia de ancestros comunes y los hayan transformado en un síndrome integral de bajo metabolismo. Hay incluso indicios de que los humanos podríamos, hasta cierto punto, conservar alguna de esas capacidades. Durante mucho tiempo no hubo pruebas de que los primates pudieran hibernar. Pero en 2004 se demostró que un tipo de lémur de Madagascar se abandonaba a episodios periódicos de letargo. “Si nos comparas”, dice Henning, “el lémur y nosotros compartimos el 98% de los genes. Sería muy raro que las herramientas para hibernar estuvieran todas contenidas en ese 2% diferente”.
Al descender su temperatura corporal, los hibernantes eliminan también los linfocitos (células sanguíneas blancas) de la sangre y los almacenan en los nódulos linfáticos. A los 90 minutos de despertar, reaparecen. Esta atenuación del sistema inmunitario impide la inflamación general del cuerpo durante el recalentamiento, algo que dañaría el riñón en los humanos y en otros no hibernantes. Es, sin embargo, arriesgado, que un animal se vea incapaz de aprestar su sistema inmunitario durante la hibernación. El hongo responsable del síndrome de la nariz blanca, que hoy destruye colonias de murciélagos en los Estados Unidos, se aprovecha de esa vulnerabilidad para infectar a los murciélagos en su letargo. A menudo la respuesta de los murciélagos consiste en abandonar la hibernación y recalentarse para combatir el patógeno. El coste energético de estas interrupciones acaba por matarlos.
Llegar a entender el modo en que los hibernantes controlan estos cambios en la sangre podría deparar importantes beneficios a corto plazo. Además de mejorar nuestra capacidad para sobrevivir a los estados de hipotermia y de suspensión de la actividad a causa del frío, despojar a la sangre de células sanguíneas blancas podría impedir la sepsis aséptica provocada por las máquinas de circulación extracorpóreas: en ellas, la activación de las células blancas al pasar por los equipos de soporte vital desencadena una reacción inmunológica general en el cuerpo. Los órganos para trasplante, a menudo refrigerados durante el transporte, también se beneficiarían de una mejor crioprotección. Y podríamos mejorar la vida útil de nuestras reservas sanguíneas: aún no hemos averiguado cómo almacenar a baja temperatura las plaquetas donadas, de modo que, por riesgo de infección bacteriana, es obligado tirarlas si no se utilizan en el plazo de una semana.
El equipo de la UMCG dio un gran paso hacia esos objetivos casi por accidente, después de que una estudiante dejara un cultivo de células de hámster en una nevera a 5ºC. Al cabo de una semana, las células de hámster estaban aún vivas, con olor a huevos podridos. La estudiante vertió el caldo de cultivo que rodeaba las células en un lote separado de células de rata, sospechando que las células malolientes podrían haber secretado algún tipo de agente protector. Las puso en la misma nevera y esperó. Lo normal es que la refrigeración mate rápidamente las células de rata, pero a los dos días aún estaban vivas.
El equipo investiga diversos compuestos que podrían ser responsables de esta criopreservación. Uno es una enzima conocida como cistationina beta sintasa (CBS), que estimula la producción de sulfuro de hidrógeno, la molécula que da a los huevos podridos su olor característico. Si se inyecta en los hámsteres una sustancia química para inhibir el CBS, ya no pueden aletargarse: aquellos obligados a entrar en estados de hipotermia sufrieron el tipo de daños en el hígado que cabría esperar de los no hibernantes, como nosotros.
Muchos de los más de cien compuestos que el equipo de Henning ha investigado no tuvieron efecto alguno, pero unos pocos sí. Estos confieren a las muestras de células una protección prolongada contra el frío. El equipo ya ha patentado uno de esos compuestos, Rokepie, como un aditivo. De este modo, las células que normalmente han de mantenerse a 37ºC, como las de los humanos o los ratones, podrían conservarse en un refrigerador, ya sea para transporte o para que los experimentos puedan dejarse en suspenso durante los fines de semana o en períodos de mucho trabajo.
Las principales moléculas de criopreservación extraídas de los hibernantes son extremadamente potentes, y, al parecer, funcionan provocando cambios en las propias células, sean o no de hibernantes. De ser así, tendríamos una evidencia aún mayor de que todavía poseemos algunas herramientas que podrían ayudarnos a soportar la hipotermia y los estados de bajo metabolismo.
Aplicar en los humanos las lecciones que han aprendido de los hibernantes no entra dentro de la competencia del grupo de Henning de momento. La carrera espacial terminó hace tiempo, y la NASA ya no concede grandes subvenciones para perfeccionar la animación suspendida. Sin embargo, el ejército estadounidense, sí.
Aplicaciones para la salud humana
“En un quirófano de emergencia, todo es un caos”, dice el profesor Sam Tisherman. “Un caos controlado, debido sobre todo al hecho de que no sabes qué pasa con el paciente”.
En el frenesí de una sala de hospital, a menudo los médicos se ven incapaces de identificar el problema, arreglarlo y mantener al paciente vivo al mismo tiempo. Los pacientes que sufren una pérdida de sangre descontrolada, por ejemplo, pueden acabar con una parada cardíaca. Cuando esto sucede, los cirujanos deben luchar contra el crono para detener la hemorragia antes de poder iniciar los intentos de reanimación. “Hay quien llega muriéndose”, dice Tisherman. “Intentamos resucitarlos deprisa, tratando de entender dónde está el problema y arreglando los daños al mismo tiempo”. Este es el fundamento de la medicina de urgencia: siempre vas contrarreloj.
Tisherman quiere ganar tiempo para los médicos. Cree que con la hipotermia inducida podemos prolongar la “hora dorada”, esos instantes en que los médicos luchan por salvar la vida de los pacientes en estado crítico. Para ello, trata de llevar la resistencia humana a la hipotermia mucho más lejos de los límites convencionales.
Tsherman cree que con la hipotermia inducida podemos prolongar la “hora dorada”, esos instantes en que los médicos luchan por salvar la vida de los pacientes en estado crítico
Después de graduarse en el Instituto Tecnológico de Massachusetts en 1981, Tisherman se hizo un nombre en la medicina de cuidados intensivos. En 2009 la Asociación Americana de Cardiología le concedió el Lifetime Achievement Award en resucitación de pacientes con trauma, y en la actualidad es director asociado del Centro Safar para la Investigación en Resucitación, en Pittsburgh. El fundador fue Peter Safar, médico austriaco que popularizó el “beso de la vida”, la resucitación cardiopulmonar, e impulsó la creación de la muñeca Resusci Anne, que se usa para practicarla. En Pittsburgh, Safar creó el mejor programa del mundo en formación de cuidados intensivos. Su objetivo fue siempre “salvar los corazones y los cerebros de aquellos demasiado jóvenes para morir”.
El novedoso método de Tisherman se llama preservación y resucitación de emergencia. Su trabajo recibe el apoyo del US Army’s Telemedicine and Advanced Technology Research Center, que financia investigaciones en asuntos tan específicos como puedan ser la prostética avanzada o los robots que saquen a los soldados heridos del campo de batalla.
Algunos de sus cirujanos ya se habrán familiarizado con las técnicas hipotérmicas, acostumbrados como están a enfriar a los pacientes a temperaturas un poco por debajo de los 30ºC. Para los procedimientos que exigen una ausencia total de flujo sanguíneo, los cirujanos cardiacos enfriarán a los pacientes incluso alrededor de los 15ºC, el punto a partir del cual se detiene el corazón.
Tisherman quiere enfriar a los pacientes hasta ese punto, e incluso más allá, refrigerándolos hasta que el cuerpo entero entre en una especie de animación suspendida. Durante ese tiempo, el corazón no latirá, ni habrá respiración ni actividad cerebral discernible. De hecho, no habrá siquiera sangre: se drenará y será reemplazada por una solución salina helada, único modo de enfriar a un hombre lo bastante rápido como para evitar daños en los tejidos mientras luchan por seguir funcionando. Tisherman llama a este estado “preservación hipotérmica”.
El éxito del procedimiento ya se ha demostrado en el laboratorio, donde se ha logrado revivir perros que habían llegado a estar hasta tres horas en “estados fríos”. Los ensayos se trasladan ahora al ámbito clínico. Cirujanos, anestesistas y perfusionistas del Hospital General de Massachusetts han recibido incluso entrenamiento para esta cirugía pionera. Pero nadie sabe cuándo llegará el paciente adecuado. De hecho, ese es uno de los problemas: por la naturaleza del trauma, los pacientes no pueden dar el consentimiento informado al procedimiento. Por ello, el grupo de Tisherman participa en consultas para que los ciudadanos de la zona conozcan el programa. El estudio tuvo que ser rubricado por el Secretario del Ejército, el oficial civil de mayor rango en la organización.
No es el único obstáculo. En medio de la actividad frenética de la sala de urgencias, Tisherman debe asegurarse de que un equipo de cirujanos del trauma puede coordinarse con cirujanos cardiacos y perfusionistas armados con bombas y bolsas de soluciones salinas heladas. Esto aumenta la complejidad en un entorno ya de por sí caótico. Y aunque el enfriamiento afecta a todos los tejidos por igual, no faltan los efectos secundarios. Los factores sanguíneos responsables de la coagulación también se ven inhibidos por el frío, lo cual trae problemas a la hora de controlar la hemorragia durante la fase de recalentamiento. También los cirujanos sufren el frío, ya que tanto el paciente como la propia sala se refrigeran durante el proceso. Y sin embargo el frío es solo una herramienta: el objetivo es la suspensión metabólica.
La preservación y la resucitación de emergencia podrían ampliarse a aquellos que sufren paros cardiacos o se ven expuestos a sustancias tóxicas
En un futuro, la preservación y la resucitación de emergencia podrían ampliarse a aquellos que sufren paros cardiacos o se ven expuestos a sustancias tóxicas, o usarse en cualquier situación crítica donde el tiempo sea un factor esencial. “El enfriamiento es el modo más potente que tenemos de suprimir el metabolismo”, dice Tisherman. “Si podemos reducir las necesidades de los tejidos o mejorar el envío de oxígeno a los tejidos, entonces todo irá bien”.
Aunque en el laboratorio los animales fueron capaces de recuperarse de tres horas en un estado de suspensión, los primeros pacientes humanos en experimentarlo solo estarán expuestos a un tercera parte de ese tiempo. “Una hora debería ser suficiente para arreglar la hemorragia”, dice Tisherman. “El periodo de enfriamiento no tiene por qué cubrir toda la cirugía”. Hay quienes quieren viajar a estrellas distantes, pero, por desgracia, de momento no se contempla la posibilidad de extenderse más allá de esa hora. “No estamos intentando congelar a los muertos”, se ríe Tisherman, “solo intentamos ganar tiempo para salvar a los vivos”.