El siglo XX fue testigo de dos grandes regímenes totalitarios: el nazismo y el comunismo. Sin embargo, la ideología en que se sustentó el primero se encuentra absolutamente desprestigiada en el mundo. En cambio, y aunque un fenómeno similar se dé en algunos países que la sufrieron en carne propia, no sucede lo mismo con la ideología que sirvió de soporte al segundo.
Ante lo anterior, cabe preguntarse: si la causa principal para rechazar la libre expresión y participación política del nazismo es el haber sido responsable de la violencia en masa —lo que en lenguaje de derechos humanos se denomina crímenes contra la humanidad—, ¿por qué no se aplica la misma vara al comunismo, ideología política también responsable del exterminio de millones de personas?
Si atendemos a cifras aproximadas, las víctimas del nazismo ascenderían a los 25 millones, sumando civiles de países ocupados, judíos, prisioneros de guerra soviéticos, entre otros grupos humanos. Por su parte, las víctimas del comunismo ascenderían a los 100 millones, llevando la delantera la China maoísta (65 millones) y la ex URSS (20 millones).
Es importante aclarar que la expresión crímenes contra la humanidad —así como la de genocidio, entendida en un sentido amplio— se refiere a la destrucción total o parcial, a partir de una política sistemática, de un determinado grupo humano, sea por razones étnicas, religiosas o políticas, entre otras. Es decir, la principal característica de estos crímenes es que se basan en una determinada identidad social. En lenguaje más actual, se trata de delitos de odio, pero a escala masiva.
Pues bien, y más allá de las cifras, ¿cuál es la diferencia cualitativa entre los crímenes del nazismo y del comunismo? En mi concepto, ninguna. En 1918, el líder de la Cheka (la policía política soviética) señalaba: “No hacemos la guerra contra las personas en particular. Exterminamos a la burguesía como clase”. Es, en otras palabras, la consideración de que los burgueses, los cosacos, los kulaks, etc. —así como los judíos y discapacitados, para los nazis— no poseen dignidad, no son seres humanos.
En este sentido, el historiador francés Stéphane Courtois, editor del Libro Negro del Comunismo (1997) —obra no refutada de manera sustantiva— señala que “los mecanismos de segregación y exclusión del ‘totalitarismo de clase’ se asemejan singularmente a los del ‘totalitarismo de raza’. La sociedad nazi futura debía ser construida alrededor de la ‘raza pura’, la sociedad comunista futura alrededor del proletario purificado de toda escoria burguesa”. En una palabra, el “hombre nuevo”.
Otra gran pregunta es: ¿por qué el nazismo es considerado como el símbolo por excelencia de la barbarie humana y el comunismo, por el contrario, de los más altos ideales humanos? Una respuesta puede ser que la fuerza en la construcción de la memoria colectiva de grupos étnicos o religiosos (como los judíos) es extraordinariamente mayor que la de grupos políticos diversos y sin lazos tan sólidos. Tampoco existió nunca una suerte de Tribunal de Núremberg en contra de los dirigentes comunistas, por ejemplo, de la ex Unión Soviética.
Una respuesta mucho más compleja atiende a la propaganda comunista, que persiste hasta el día de hoy: la mentira presentada como verdad, sólo porque responde a los intereses de la ideología que se busca defender. Bajo esta lógica, las fotos de Trostky al lado de Lenin fueron borradas. Y, lo que es más grave, en Cuba no se violan los derechos humanos, sino que se defiende un proceso revolucionario al servicio del pueblo. Que más popular, incluso hoy, que el Che Guevara, un fusilador racista y homofóbico, como él mismo se vanagloriaba de serlo.
Pero también hay razones más prácticas, como la participación de los soviéticos en la derrota de la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial, lo que les dio una suerte de “superioridad moral”. “El antifascismo —agrega Courtois— se convirtió para el comunismo en una etiqueta definitiva y le ha sido fácil, en nombre del antifascismo, hacer callar a los recalcitrantes”. Los mismos jerarcas comunistas fueron acusadores de sus pares nazis en los juicios de Núremberg.
Un libro completo que intenta responder a la pregunta de por qué el comunismo, pese a sus enormes crímenes, sigue gozando de aceptación es La gran mascarada de Jean François Revel (2000). Un par de razones aportadas por Revel son que la izquierda nunca asume errores, es decir nunca se equivocaría sino sólo contra sí misma, y que siempre está mediatizada por la utopía: por la sociedad perfecta que nunca llega. Esto último se aplica a todos los planos: la izquierda nunca es juzgada por sus resultados, sino por sus metas.
Sin embargo, y aunque pueda afirmarse, como “justificativo”, que los regímenes comunistas nunca llegaron a construir la sociedad comunista —sin Estado y sin clases—, lo cierto es que bajo la bandera del comunismo se ha llevado adelante la más grande máquina de exterminio, probablemente de toda la historia de la humanidad.
Que los comunistas chilenos —como Guillermo Teillier o Karol Cariola— no sean responsables directos de estos crímenes, no quita que, en los mismos términos del ex presidente Sebastián Piñera, referidos a la dictadura de Pinochet, sean cómplices pasivos. Por negar la existencia de crímenes contra la humanidad bajos los regímenes comunistas, incluyendo a la Cuba de los hermanos Castro, en que la cantidad de ejecutados y desaparecidos, según el Archivo Cuba, superaría la cifra de 8.000. Pero también por no solidarizar con las víctimas y sus parientes, como hace poco lo hizo Margot Honecker al tachar de idiotas a las personas que intentaron escapar del muro de Berlín. Todo lo cual implica, en una frase, pensar que hay seres humanos que no merecen vivir. Tal como ayer lo pensaron Lenin, Stalin, Hitler o Pol Pot.
Valentina Verbal, historiadora y columnista de Cientochenta.