En todo el mundo, las llamadas “democracias”, están dando mensajes muy poco democráticos. Sin considerar las de oriente medio, que están destrozadas por intervenciones terroristas e invasiones brutales, y los sueños democráticos africanos que han derivado en caudillismo. En las elecciones africanas, tanto en el norte de raza mora como en el sur de raza negra, invariablemente los candidatos perdedores se ponen a lanzar alaridos acusando que el proceso eleccionario fue fraudulento.
En la más fuerte democracia africana, la República de Sudáfrica, el régimen en el poder ya está adquiriendo características propias de un estado policial, con represión a los sindicatos que ya varias veces desembocaron en matanzas.
Aquí, en América Latina, el candidato derechista derrotado en Venezuela, Henrique Capriles Radonski, sigue desconociendo las elecciones del 14 de abril pasado, alegando supuestos fraudes, a pesar de que las instituciones y observadores internacionales, incluyendo los de Estados Unidos y Europa, ya reconocieron la legitimidad del acto eleccionario.
Incluso en las democracias más consolidadas, como las de Estados Unidos, Europa y Japón, ya hay un vendaval de denuncias de violación a los derechos civiles, intentos de imponer dominio policial sobre la gente, y violaciones a las libertades esenciales de los ciudadanos.
En el caso de Japón, se está denunciando nada menos que la participación de la gran mafia criminal nipona, la llamada Yakuza, en reclutar trabajadores en condiciones de esclavitud, y arrendárselos al gobierno como peones para el despeje de ruinas radiactivas en la arruinada planta nuclear de Fukushima.
Pero más allá de esos estruendos antidemocráticos, hay otros signos que parecen indicar que la democracia está de veras muy enferma.
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