Expresar que Chile es un país democrático dejó de ser una mera fantasía, eso sería un flaco favor a la desidia del Estado, el mismo que en ocasiones va varios pasos más allá, de la indolencia al dolo descarado. Sacado a veces de un libro de ciencia ficción, los argumentos de la intocable institucionalidad giran prontamente a un apartado de terror. Uno de particular denominación, que necesariamente hay que mencionarlo con todas sus letras: Terrorismo.
El Estado de Chile desplegando y haciendo uso – y goce- del monopolio de fuerza destina fuerzas y mecanismos claramente definidos, persiguiendo objetivos políticos, sociales y económicos hacia la sociedad civil, que en la mayor parte de las ocasiones recibe impávida, impotente y desarmada, los golpes que asesta el aparataje represivo.
Estas acciones necesitan ir acompañadas del despliegue de dispositivos de control social, que le permitan constituir un consenso pasivo en el mayor de los casos, y en otros, activo, consiente y razonado. Cómplices, para que no quede duda a quienes me refiero. Mercenarios a sueldo de los medios de comunicación, de la academia universitaria y uno que otro sujeto que gana unas cuantas monedas cuando la tierra se tiñe de sangre.
Es el Estado hipócrita que hace gala de su triste ‘rutina’. La verborragia falacia que la justicia sacrosanta funciona, de que el Estado y sus fuerzas de seguridad nos cuidan mientras dormimos. Todo aquello se descascara, todo se desvanece en el aire ante tamaña injusticia, una más que ocurre en el Chile que ingresó al selecto grupo de la OCDE.
“Muere mapuche condenado por incendio de bosques”, señala un apartado de la portada de El Mercurio, como justificando la muerte de Rodrigo Melinao. Cómo si la muerte se justificara en la teoría comunicativa. Cómo si la muerte fuese comprendida por la atenuante de una condena. Melinao, en ese guión, continuará el capítulo escrito por los 81 reos muertos en la cárcel de San Miguel.
Como si la igualdad que vociferan católicos, en que “toda vida humana es valiosa”, donde incluso de los “pobres y excluidos” será el reino de los cielos, tuviera una excepción, una nota al pie de página de la Biblia. Esa misma igualdad “blasfema” del derecho liberal, donde todos son “iguales ante la ley”, también tiene una particularidad en las instituciones chilenas; donde Leyes Antiterrorista, tribunales militares, los doble procesamiento, testigos sin rostro, entre otros elementos, en el caso de los mapuches, que sin ser chilenos, están no sólo sujetos a un derecho positivo de un país invasor, además, ni siquiera se les reconoce como prisioneros políticos, aunque el tratamiento legal y coercitivo es como si fueran prisioneros de guerra.
La hipocresía desborda al Estado, cosificarlo en él sería también dejar fuera de las responsabilidades a los que trazan objetivos políticos, aplauden las ejecuciones y quienes las encubren. ¿Quiénes ganan con todo esto? Ganadores son las grandes empresas forestales que solicitarán más custodia policial, convirtiendo a la PDI y a Carabineros en su guardia personal. Corporaciones que succionan los recursos naturales y que pagan una miseria a los obreros chilenos.
Ganan también los que desean con mucho ahínco justificar, aún más, la militarización de La Araucanía. Los que pretenden que se declare una zona de guerra para que el ‘Papá’ Estado les compre sus tierras. Así también, se muestran como inofensivos ‘campesinos’ del sur del país que quieren paz en la región, pero que en realidad son latifundistas con un profundo racismo, arraigado en los sectores más recalcitrantes del campo chileno.
Los mismos, que siguiendo a distinguidos colegas como Francisco Frías Valenzuela o Sergio Villalobos, señalan que los mapuches son borrachos, flojos o “que no existen”, como una lejana fábula o leyenda folklórica, muy ajena a los tiempos actuales donde prevalece el “mundo interrelacionado”, convirtiéndose en la justificación ideológica para encubrir la imposición cultural y su profundo rechazo a lo indígena, que no le permite allanar el camino a las leyes del mercado. ¡Hipócritas todos!
La santa alianza que vio germinar a la burguesía, Mercado-Estado, necesita de mercenarios de pluma y escritorio. No son sólo ministros o voceros de gobiernos; que con ojos empañados salen acongojados a exigir que se encuentren a los responsables y que lamentan la muerte de una pareja de latifundistas, como los Luschinger-MacKay; o de Carabineros, como Daniel Silva o Hugo Albornoz; pero que ante la muerte de un mapuche no convocan ninguna ley especial o fiscal exclusivo.
Son también los que reproducen y dan espacio a la propaganda estatal: canales, periódicos, radios y periodistas. Que al más puro estilo del Tercer Reich, necesitan articular un discurso que justifique y que pedagógicamente explique el devenir de los hechos. Que señale los beneficios y los costos, que no dude en señalar con el dedo a los ‘criminales’ e indicar quienes son nuestros ‘mártires’. Las imágenes deben invocar pena, tristeza, empatía con algunos, pero con los otros, “que les sirva de lección”, “ellos se los buscaron”, o el clásico pinochetista “en algo habrán andado”, por tanto, generan desprecio.
El desfile de figuras de la política y de la farándula en la televisión, como corolario a la tragedia, acaban entristeciendo a las dueñas de casa y afligiendo al obrero que va como sardina en el Transantiago. Cómo si la violencia contra los mapuches pasara en otro un país, en otro continente, casi en otro planeta. Sin percatarse que la violencia ocurre en sus hogares patriarcales, estructuralmente con empleos miserables y simbólicamente con la publicidad donde el éxito se mide por el auto que usas, el color de tus ojos y el celular que tienes.
La faz hipócrita de la violencia parece insuficiente. Ya es burdo que el discurso señale que el monopolio de la violencia es para protegernos, así como el obsoleto fundamento ilustrado que indica que el ‘Leviatán’ impide que nos destrocemos entre todos. La supuesta violencia, “racional” y “ajustada a la legalidad”, no se sostiene por sí sola, o mejor dicho, no la podemos comprender en sí misma. La violencia desde el Estado ya no puede fingir que su despliegue es en aras de una mancomunidad o de una supra entidad homogénea llamada nación. Necesita en tanto, su legitimidad hacía fuera, o vista desde fuera. Precisa reflejarse de una manera distinta. Es la ‘falsa conciencia’ que gira los intereses y la realidad misma. Que hace ver los beneficios mezquinos de una minoría, como los objetivos de un gran colectivo. Es la violenta hipocresía que se constituye por el consenso propiciado por diversos mecanismos, que ejerce una fuerza brutal, soterrada, casi imperceptible eso sí. Donde la mayoría se conmueve por la muerte de algunos, y cuando mueren otros, siendo que son más cercanos a ellos social, económica y culturalmente, no se les eriza un pelo. La misma que cambia de canal cuando muere un mapuche, porque es indio y pobre, y que lo deja cuando muere un terrateniente, porque es blanco y rico.
José Antonio Palma
Profesor de Historia y Geografía, Magister (c) en Historia USACH. Educador popular y activista HipHop. Sus temáticas de investigación giran en torno a la historia reciente, memoria, violencia política y militancia en la izquierda política. Publicará en el curso del 2012 el libro “El MIR y su opción por la guerra popular. Estrategia político-militar y experiencia militante en el Movimiento de Izquierda Revolucionaria [MIR] 1982-1990”, por Ediciones Escaparate.
Actualmente se encuentra trabajando en proyectos de investigación, FONDECYT y DICYT-USACH, talleres de educación popular y en reinserción escolar.