Parece verosímil lo señalado por el diputado Alberto Cardemil (RN) sobre los cantos xenófobos que entonaban cadetes de la Armada de Chile, respecto a que es una “fórmula que ha existido desde siempre (…) los soldados no son niñitos de las monjas, son gente preparada para las guerras porque los países entienden que son un escenario posible”.
Al igual que los dichos del diputado Gonzalo Arenas (UDI): “Son parte de una lógica, de una tradición propia de un ambiente de cuartel (…) me parece increíble que el comandante en jefe de la Armada se escandalice por un canto (…) los marinos en general están para ir a la guerra. Entonces me parece francamente de un infantilismo escandalizarse por algo así”.
Según lo anterior, no debería extrañarnos ni sorprendernos este tipo de cánticos, ya históricos en nuestras Fuerzas Armadas, como en la de nuestros vecinos y la de muchos países. Pues no se trata sólo de una tradición militarista para incentivar o exacerbar el sentido patriótico y nacionalista de sus nuevos integrantes -quizás de una forma retorcida y mal entendida- sino que al mismo tiempo implica -sin quererlo- el trasvasije de una cultura militar a grandes espacios de nuestra convivencia nacional, la que precisamente carece de espacios para la paz y para el diálogo respetuoso entre posiciones encontradas.
Sin embargo, cabe preguntarse ¿cómo es que otras naciones sí han prescindido de esta cultura beligerante? ¿Por qué no necesitan hacer patente su poder bélico o como prefieren llamarlo los militares “disuasivo”? Muchos dirán que sólo pueden darse ese privilegio pequeños países o islas (como muchas islas-estados del Caribe y del Pacífico Sur), las que por lo general tienen la protección militar de sus ex colonias, o indicarán que las grandes potencias mundiales no pueden no contar con fuertes y onerosas Fuerzas Armadas.
No creo tener la respuesta, pero distintos contextos históricos han dado razones suficientes a países para simplemente abolir o reducir a su mínima expresión sus Fuerzas Armadas o su Ejército. Es el caso emblemático de Costa Rica, que en diciembre pasado celebró, sí, celebró, 64 años sin Ejército. Realidad que se decretara constitucionalmente en 1948 tras la guerra civil que los asoló durante 44 días y que dejó 2.000 muertos. Asimismo, no es casualidad que este país, además famoso por su biodiversidad y conciencia ambiental, albergue como sede a la Corte Interamericana de Derechos Humanos y a la Universidad para la Paz de Naciones Unidas.
En la ocasión, la presidenta del país centroamericano, Laura Chinchilla, dijo: “La abolición del ejército marcó para los costarricenses un derrotero moral con el que estamos comprometidos, una épica civilista e incomparable que estamos obligados a cuidar (…) Estoy convencida de que al final del día prevalecerá el espíritu costarricense constructor de consensos, que prevalecerá el diálogo por encima de posiciones extremas de fuerza”.
¿A cuántos años, decenios o siglos estamos de que un jefe de Estado de nuestro país señale palabras similares? ¿Será sólo una pretensión ridícula e insensata o derechamente nunca estaremos preparados?
Ricardo Bustamante
Periodista. Licenciado en Comunicación Social de la Universidad Andrés Bello, diplomado en Política Mundial y tesista de Magíster en Ciencia Política y Comunicación. Actualmente es Editor general y community manager de Acuerdos.cl, plataforma de incidencia y participación ciudadana de Fundación Casa de la Paz, de donde levanta debates acerca de la contingencia nacional con foco en la sustentabilidad. Eterno aprendiz, apasionado por la política, el rock y la justicia social.Para seguirlo en @acuerdoscl