La humanidad se prepara para regresar en junio del 2012 a Río de Janeiro y evaluar los avances –o retrocesos- de los 20 años transcurridos desde la Cumbre de la Tierra, la primera reunión “Cumbre” que logró convocar a Jefes de Estado, empresarios y a la sociedad civil.
En estas dos décadas se han desencadenado dos procesos contrapuestos: la revolución de las aspiraciones, dado que una porción importante de la población mundial ha mejorado considerablemente su estilo de vida, y el resto espera su turno (con mayor o menor paciencia); y el deterioro de los ecosistemas como consecuencia de los actuales patrones de producción y consumo. A modo de ejemplo, de mantenerse las actuales tendencias, la producción agrícola global debería aumentar un 50% al 2030 para alimentar a la cantidad de personas que están cambiando sus preferencias alimentarias (OECD, 2008).
En este contexto, las esperanzas de los organizadores de Río+20 para resolver la encrucijada están puestas en la posibilidad de enverdecer la economía.
La economía verde apuesta sus fichas a la capacidad de innovación, imaginando que es posible abordar los problemas ambientales con nuevas fórmulas: mayor productividad en el uso de los recursos naturales, reducción de los desechos y el consumo energético. Si así fuera, la innovación permitiría desacoplar el crecimiento del deterioro del capital natural, para lo cual se considera imprescindible que los Estados generen un entorno propicio que permita crear muchos empleos dignos (y consumidores, como resultado) así como mercados para los productos verdes. También se requiere incorporar las externalidades ambientales a los precios, incluyendo el valor de los ecosistemas –como el agua limpia y la polinización, entre otras medidas.
Los impulsores de la economía verde estiman que lograr una distribución más justa es ineludible. Dado que es poco probable que este proceso sea voluntario, la reforma tributaria parece ser el único camino. El problema es que la mayoría desconfía de la capacidad de los gobernantes de tomar decisiones impopulares para sus electores. Para ello, la instalación de la economía verde requiere líderes con coraje, capaces de resistir los argumentos de quienes tienen el poder económico sobre el posible encarecimiento de los precios y las nefastas consecuencias del cambio en las reglas del juego.
Estos dirigentes políticos necesitan convencer a toda la comunidad que es imprescindible hacer sacrificios en el presente para poder gozar un futuro más esperanzador. Para lograrlo la recomendación es plantearlo con transparencia, con sinceridad, involucrando a una multiplicidad de actores con credibilidad moral. También se sugiere evidenciar las implicancias que las actuales tendencias destructivas pueden tener en el bienestar y, muy espacialmente, en la salud de las personas.
Me parece muy razonable ir adelante ahora mismo con las reformas políticas que harán posible el “enverdecimiento” de la economía. Es sensato alinear los incentivos económicos con opciones informadas y solidarias de la ciudadanía. También es pertinente explicitar los actuales riesgos ambientales que pueden minar los éxitos transitorios que estamos viviendo, en caso de no hacerlo. De esta manera estaremos alejando el umbral de no retorno en la destrucción de las improbables condiciones que hacen posible la vida humana en el Cosmos.
Si bien todos los conceptos asociados a la economía verde parecen tan sensatos, algo me dice que ello no será suficiente. Aspiro a que en Rio+20 se hable de una “sociedad verde”, en la cual todos sus miembros hayan desarrollado la capacidad de empatizar con los menos favorecidos, entendiendo que el futuro es compartido y que en la “nave espacial” Tierra no pueden existir unos pocos pasajeros de primera clase mientras la gran mayoría viaja en tercera en condiciones inhumanas.
Por ello, todas las propuestas económicas deben ir acompañadas con una estrategia educacional profunda que permita comprender por qué es preciso apoyarlas. Y estar dispuesto a hacerlo, aunque impliquen renuncias para algunos. Sólo así, podremos estar a la altura de nuestra denominación como especie: homo sapiens sapiens.
Recuerdo en Rio 92 al Dalai Lama referirse a que la humanidad parecía estar a la deriva en una embarcación en alta mar. Si uno de sus tripulantes se ponía a hacer un hoyo en el fondo de la embarcación, todos los demás tenían la obligación de impedírselo, y comenzar a remar juntos hasta la orilla. Esta imagen, expresada hace 20 años, cada día ha ido cobrando más fuerza.
Por ello, no me parece razonable dejar a los economistas con el control exclusivo del timón. Mal que mal, ellos han sido los que han creado el actual estado de cosas, asociando el progreso a la cantidad de cosas que poseemos, y planteando que la principal motivación que tenemos los seres humanos es la maximización de los propios beneficios, desconociendo que es la capacidad altruista y de vislumbrar el futuro lo que nos diferencia de otras especies.
Estaría más optimista si en Río+20 los filósofos también tuvieran un espacio.
Ximena Abogabir
Presidenta Ejecutiva de Casa de la Paz, periodista y miembro del Consejo Nacional asesor del programa de pequeños Subsidios del PNUD (Naciones Unidas). En el pasado fue miembro del Consejo Consultivo Nacional y del Metropolitano de CONAMA, Presidenta del Consejo de las Américas y Consultora de Unicef.
Desde el año 2002 a la fecha integra la Comisión Verificadora de Conducta Responsable, organizada por la Asociación de Industriales Químicos.