Los trastornos alimenticios son un problema cada vez más frecuente en nuestro país. Sin embargo, muchas veces la gravedad de una anorexia o una bulimia esconde otros problemas subyacentes, y la única forma de asegurar el éxito de un tratamiento es atacar de manera conjunta el trastorno alimenticio y estos problemas. Este caso es un ejemplo de ello.
El año pasado recibí un correo de una madre muy preocupada, en el cual me contaba que su hija Olivia, de quince años, sufría de anorexia (este caso es real, sin embargo, los nombres han sido cambiados para proteger la identidad de las personas referidas en él, quienes revisaron y autorizaron esta publicación).
La joven había tenido un trastorno alimenticio el año 2009, solucionado aparentemente gracias a las intervenciones de una nutricionista y una psiquiatra. Sin embargo, un par de años después, veía como su hija volvía a los hábitos de antes y a un peso peligrosamente bajo.
Terminaba el correo pidiéndome una hora para Olivia, agregando que, además de la anorexia, le parece que su hija es mucho más complicada que el resto de las niñas de su edad.
Para poder conocer bien la situación, y evaluar la preocupación de la madre, la cito solamente a ella a una primera sesión.
En esa sesión la madre me cuenta que hace dos años Oliva estaba muy debajo de su peso normal, y que después de haberla internado y tenerla en tratamiento durante un año recuperó su peso normal. Sin embargo desde hace unos meses la madre comenzó a ver como su hija comía cada vez menos, por lo que bajó de peso nuevamente. Incluso me comentó que, gracias a que le revisaba su pieza regularmente, había leído en su diario de vida que su dieta se basaba sólo en lechuga y limón.
Comenta que, además del problema alimenticio, tiene a su hija siempre “súper controlada” porque también está diagnosticada con déficit atencional, por lo cual la tiene en tratamiento psicopedagógico y la obliga a estudiar una hora al día.
Empieza entonces a aparecer, de manera bastante clara, que una de las aristas del caso será el tema del control que ejerce la madre sobre su hija.
A la segunda sesión cito solamente a Olivia, para conocer su perspectiva. La joven reconoce que tuvo un problema con el peso hace un par de años, pero opina que actualmente es sólo una exageración de su madre. En concreto, Olivia está cuatro kilos bajo su peso normal. Cuenta que su madre le insiste todo el día que coma y que le lleva comida a su pieza, incluso cuando le dice que no tiene hambre.
Dice también que a su madre no le gusta la comida que le dan en el casino de su colegio, por lo que le manda almuerzo hecho por ella. Lo primero que le pregunta cada vez que la va a buscar es “¿te comiste el almuerzo?”, lo que tiene agotada a Olivia. “Me tiene cansada que la comida sea tanto tema… un día, un día podría no preguntarme.”
El control que habíamos visto por parte de la madre en la primera sesión vuelve a aparecer en el relato de Olivia. Me cuenta que está cansada de que la traten “como cabra chica”. Su madre muchas veces no la deja salir, dictamina con qué amigas se puede juntar y con cuáles no, dentro de muchos otros ejemplos.
Tenemos entonces a una joven con un posible trastorno alimenticio. Pero también tenemos a una joven muy controlada por su madre, que añora independencia. Ahí está nuestra palanca.
Le digo a Olivia lo siguiente: “Te propongo algo… como tú no tienes un problema con la comida, y estás cansada de que tu mamá se meta en el tema, la voy a citar a ella sola la próxima semana y le voy a decir que por un mes no te toque el tema, para nada…” Incrédula, me pregunta cómo lograré que la madre no se meta.
Le digo que su madre va a necesitar algún tipo de prueba para creer que en estas nuevas condiciones la cosa no va a empeorar. Le pido que me ayude un poco: “¿qué te parece si le digo a tu mamá que no toque el tema de la comida, por un mes, y que si tu bajas o te mantienes en tu peso no funcionó el tratamiento, y hasta ahí lo dejamos? Y tú por te cuenta te propones subir cien gramos a la semana.”. Ella misma hace las matemáticas y me dice que no tiene problema, ya que en un mes no va a haber subido ni siquiera medio kilo. Le parece un precio muy bajo a pagar para liberarse del control materno sobre la comida.
¿Por qué cien gramos? Por dos razones. La primera es que es tan poco, que asumía que Olivia no se negaría a la idea. La segunda es que, si una persona intenta subir cien gramos lo más probable es que se pase un poco, por lo que aunque suba doscientos gramos, ya sería el doble de lo propuesto. Así, Olivia conseguiría de a poco ir recuperando su peso normal, a un ritmo que no la asustaría.
En la tercera sesión le propongo este trato a la madre, quien lo acepta sin mucha esperanza. Sin embargo, cuando a la cuarta sesión nos reunimos los tres por primera vez – dos semanas después del trato con Olivia – ella me cuenta que en vez de los doscientos gramos pactados, subió medio kilo, pero me dice sonriendo “filo, son 300 más no más”. Dice que está comiendo mejor, que anda menos pendiente del tema. Sobre todo, está muy agradecida de que la mamá no se meta. Antes de irse, me cuenta que entró a la selección de hockey de su colegio.
La semana siguiente Olivia no sólo ha mantenido su peso, sino que ha subido alrededor de 200 gramos más. La madre ha cumplido, y ya no le pregunta por el tema comida. De hecho, ve y valora los cambios en su hija. Plantea que le gustaría que Olivia se devolviese sola del colegio, ya que ella está cansada de ir a buscarla todos los días, especialmente ahora que tiene un horario distinto de salida que el de sus hermanos, debido al hockey. Olivia, sin embargo, no tiene muchas ganas de volverse en micro a su casa.
Termino la sesión con lo siguiente: “Les propongo que ahora que vemos que puedes manejar tu alimentación como una persona adulta, lleguemos al acuerdo de que este mes tu mamá tampoco te diga nada con la comida, pero que a cambio tú te hagas cargo más de ti también, como una persona adulta, y que te vayas en micro”.
Un mes después las volví a ver en mi consulta. Olivia había subido un kilo, estaba comiendo de manera más normal, y seguía feliz con su nueva vida. Con sólo dos kilos bajo peso, su madre estaba orgullosa de su hija, y feliz de que la posibilidad de una recaída hubiese pasado.
Jorge Silva Rodighiero, Psicólogo de la P. Universidad Católica de Chile | www.jorgesilva.cl