Un grupo de aventureros argentinos, aunados a otros venidos de diversos países, eligieron un trabajo prohibido para friolentos y renunciaron a placeres mundanos como tomarse un café en un bar o dormir con su pareja en una cama matrimonial, apasionados por descubrir los misterios de la Antártida.
Los argentinos Pablo Pölcher, Hernán Sala, Andrea Juan y la alemana Doris Abelle viajan a menudo para residir en alguna de las 6 bases argentinas permanentes y las 7 temporarias en el continente blanco, donde la nación sudamericana tiene presencia desde 1904 con avanzadas misiones científicas y exploratorias.
Actualmente, las bases argentinas tienen como objetivo investigar la biología marina, el agujero de ozono, la alta atmósfera, el fenómeno de las auroras y el geomagnetismo que hace oscilar el eje terrestre.
La gente ha volteado su mirada hacia el Polo Sur porque se cumplen 100 años de la primera misión que lo alcanzó, al mando del noruego Roald Amundsen, en diciembre de 1911.
“El clima es caprichoso. Una mañana de cielo diáfano puede tornarse en un mediodía lluvioso o extremadamente ventoso. Los vientos pueden alcanzar fácilmente los 70 kilómetros por hora”, cuenta a la AFP Pölcher, de paso por Buenos Aires, antes de volver a los hielos.
La experiencia que relata Pölcher, soltero de 29 años, técnico químico y estudiante de ciencias biológicas, miembro de un grupo de glaciología e hidrología, suena en rigor optimista comparada con la inclemencia que suele deparar este casquete de la Tierra.
La realidad es que el verano es sólo un recuerdo para los expedicionarios, que viven en un ambiente frío, seco, ventoso y sin lluvias, donde la temperatura mínima histórica fue de -89,3°C y la velocidad del viento alcanzó los 320 km/h.
“El viento hace caer las antenas de comunicaciones y los postes, y las piedras golpean contra los pabellones como tiros contra una pared. Los edificios eran de madera pero ahora son de chapa galvanizada, ignífuga, con aislamiento térmico”, explica a la AFP el médico Mariano Mémolli.
Mémolli es otro hombre que puso el foco de su vida en ese inmenso pedazo blanco del planeta, antes como jefe de la base argentina Jubany, de investigación científica, y ahora como Director Nacional del Antártico.
“Las bases costeras, como la Jubany, son menos exigentes. Pero las del sur del círculo polar están aisladas, se llega solo una vez por año y tienen días de 24 horas de Sol y días de 24 horas de noche polar”, comenta Mémolli.
¿La gente enloquece en la Antártida?. Mémolli dice que nadie puede ir sin pasar exámenes psicofísicos. Los hielos no son para cualquiera y la alteración del ritmo circadiano (biológico) obliga a que nadie permanezca más de 14 meses, aunque después retorne.
Fantasmas en la nieve
En aquella tierra hostil pero querida por sus expedicionarios, los temporales son sordos, sin truenos ni relámpagos, y arrastran la nieve endurecida con la llamada ventisca o “blizzard” en la jerga antártica.
Desde luego que la vida es menos dura que hace un siglo, pues las bases cuentan con “conexión a internet, que es un gran bálsamo, telefonía Ip, un microcine con 53 butacas en Jubany, gimnasio y biblioteca”, señala Mémolli.
Pero la región sigue rodeada por un halo de misterio y de distancia, pues es casi como estar en la Luna, fuera de tiempo, y con apariciones casi fantasmales como las que vio Sala, de 43 años, ecólogo, soltero con dos hijos, que trabaja en glaciología y climatología.
“Estábamos en un refugio cerca de la playa, a pocos kilómetros de la base, cuando vimos a la distancia dos personas que se aproximaban caminando, pero desde la dirección opuesta a la base, donde el hielo de los glaciares entra en contacto directo con el mar”, relata Sala.
Pudo haberse tratado de un “espejismo” u otro fenómeno óptico, como “halos” e imágenes invertidas, que suelen experimentarse por la limpidez de la atmósfera.
“Durante un rato, dudamos si se trataba o no de algún compañero, pero por el color de sus ropas no provenían de Jubany”, pues los argentinos visten uniformes anaranjados, tono con que pintan sus bases, aseguró el científico.
“Salimos a su encuentro, nos saludamos y nos dicen en inglés que venían de una isla a 10 kilómetros. Integraban una expedición no oficial de un país del este europeo y usaban dos pequeñísimos botes, que se habían averiado”, rememora Sala.
A causa del accidente, tuvieron que “caminar pegados al frente del glaciar con el agua a la altura del pecho. Es decir, de un lado una pared de hielo de 10 o 15 metros de altura, y del otro, el mar con una temperatura algo más fría que un grado bajo cero”, evoca.
Sala recuerda que “venían con un equipo muy básico y desgastado, empapados, y habían caminado en esas condiciones no menos de cuatro kilómetros con el agua a la altura del pecho. Los llevamos a Jubany, secaron sus ropas, comieron y pernoctaron. Temple y solidaridad: así es la vida en la Antártida”.
Un Jurasic Park blanco
Andrea Juan, jefa de proyectos culturales, llevó el arte hasta las tierras “mágicas” de la Antártida, pero no se contentó con aportar instalaciones, sino que incluso llevó a Alexei, un músico ruso experimental.
“Aquel lugar es como que pertenece al mundo, pero no pertenece. Es un lugar virgen. Hay situaciones totalmente mágicas”, asegura.
Los argentinos dicen que hay gente que pasa parte de su vida en las bases porque ama la investigación y se siente avanzada de soberanía, pero la cooperación está por encima de cualquier otro sentimiento, y Argentina comparte con Alemania una misión de investigación biológica.
La alemana Doris Abelle, del Instituto Dalmann, comparte una misión de 16 científicos, “todos muy jóvenes”, de ambos países y al que se sumó una italiana, para investigar “el cambio climático”, una de las principales líneas de trabajo.
Otro objetivo tiene el geólogo Eduardo (que no da su apellido), quien asegura que hace 55 millones de años “había bosques y dinosaurios” en la Antártida, por lo que “se estudia cómo se llegó a lo que es hoy”. “Eso está escrito en las rocas”, dice.
En la Antártida, además de tierra y piedras que se ven en primavera y verano sin la capa de hielo, “no hay gérmenes patógenos, solo bacterias”, pero la flora es muy pobre, a diferencia de la fauna de focas, pingüinos y ballenas.
“¡Pero no se puede cazar nada, está prohibido!”, advierte Mémolli, quien admite que a veces se cocina algún pescado llevado al laboratorio para investigarlo.
Eso sí, a la hora de preparar la comida, el cocinero está en problemas, porque los alemanes quieren comer temprano, como es costumbre en su país, y los argentinos, tarde.
Y a la hora de dormir… ¡a las literas individuales!. Aunque hay parejas y matrimonios, algunos formados en la misma Antártida, nada de cama doble, ni tantas otras cosas confortables que no parecen extrañar estos ‘esquimales’ por adopción.