Los primeros disparos sonaron como débiles chasquidos cuando el camión del ejército libio aún se hallaba a cientos de metros, pero al acercársenos el ruido creció hasta convertirse en una descarga insistente de estallidos ensordecedores.
“¡Yala, yala!” (¡Acelera, acelera!), le gritamos al conductor, mientras nuestros perseguidores nos hacían señales con sus faros.
Varios disparos perforaron la carrocería de nuestro vehículo y abandonamos la carrera, con la esperanza de que una rendición nos salvara de la muerte. Al detenernos, las ráfagas de disparos de armas automáticos reventaron dos neumáticos y dejaron el motor hecho un colador.
Saltamos fuera, con las manos en alto, gritando “¡Sahafi, sahafi!” (¡Periodistas, periodistas!). Nos acabábamos de convertir en los últimos corresponsales extranjeros en caer en manos del ejército de Muamar Gadafi.
Era el sábado 19 de marzo y los ataques aéreos de la OTAN aún no habían comenzado. El avance de las fuerzas de Gadafi hacia el este parecía imparable por una ruta del desierto entre el frente de batalla en Ajdabiya y el puerto petrolero de Tobruk, en manos rebeldes.
Habíamos planeado pasar el día entrevistando refugiados, pero de pronto el fotógrafo de la AFP Roberto Schmidt, el fotógrafo de Getty Images Joe Raedle y yo nos hallábamos prisioneros de un régimen aún poderoso e impredecible. Seríamos llevados a Sirte, feudo de Gadafi, y a las prisiones secretas de Trípoli.
La ruta del secuestro
Arrodillados junto a la ruta, presenciamos la llegada de funcionarios de inteligencia vestidos de civil. Fuimos separados y obligados a subir en tres camionetas todoterreno.
Nunca habíamos estado cara a cara con los soldados del régimen, ofendidos por informes de prensa que los catalogaban de mercenarios sedientos de sangre. Pero su moral estaba en alto, estaban mejor armados y eran más disciplinados que los voluntarios rebeldes.
Cuando milicianos civiles pro-Gadafi en retenes instalados en la ruta hacia el oeste trataron de atacarnos, nuestros guardias nos protegieron. Compartieron comida y bebida con nosotros. Pero al acercarnos a las afueras de Sirte el ambiente se tornó sombrío.
El presidente francés Nicolas Sarkozy advertía de una acción “en horas”. Sirte, bastión del régimen, podía convertirse en un blanco.
La histeria crecía. Comprendo poco el árabe, pero algunas frases eran inconfundibles: “¡F-16! ¡F-16!”, gritó alguien en referencia a los caza bombarderos estadounidenses. Civiles armados con el rostro transfigurado por la rabia metían sus cuerpos en el coche tratando de pegarnos.
La artillería antiaérea serpenteó en el cielo. Una primera explosión sacudió la ciudad. Un fogonazo, un bramido sordo, un temblor débil y una bola de fuego. Luego sabríamos que barcos de guerra estadounidenses y británicos habían lanzado misiles de crucero contra los sistemas de defensa aérea.
Yo había empezado una cuenta atrás mental hasta la hora en la cual estimaba que mi esposa comenzaría a preocuparse. Me pregunté cuánto esperaría la AFP antes de advertirle que ignoraban lo que me había ocurrido. Eramos prisioneros de un régimen paranoico, aislado, ciudadanos de “Estados enemigos”, capturados en el campo de batalla. Nos dijeron que entrar a Libia sin visados nos colocaba en una “situación difícil”.
La primera noche fuimos interrogados por un funcionario con un inglés impecable. Quería los nombres y números de teléfono móvil de nuestros contactos rebeldes, pero mi teléfono satelital Thuraya había sido robado y el coche, donde se encontraba mi libreta de apuntes, había sido quemado.
Construíamos con Roberto y Joe una amistad fuerte, basada en momentos de humor, historias de casa y juegos de fútbol con los dedos, utilizando como balón la tapa de una botella de agua. Luego nos pusieron en manos de agentes vestidos de civil y nuestra situación empeoró dramáticamente.
Nos esposaron las manos tras la espalda, provocándonos un intenso dolor, y nos vendaron los ojos. Nos subieron a una camioneta todoterreno y las esposas de metal fueron ajustadas, cortándonos las muñecas.
Hacía cuatro días que no nos bañábamos. El olor nauseabundo empeoraba a medida que el vehículo se recalentaba bajo el sol del desierto. Nuestros escoltas nos rociaban regularmente con un perfume horriblemente dulce.
Mientras escribo esto, casi una semana después, aún puedo ver los hematomas y cortes en mi muñeca. Tengo la impresión de haber perdido sensibilidad en la parte superior de mi mano izquierda.
Las esposas fueron luego reemplazadas por cuerdas de plástico ajustadas, apenas menos incómodas. Nos subieron a la pequeña parte trasera de una camioneta policial. “Si estás contento y lo sabes, aplaude”, cantó Roberto. Ninguno de nosotros podía ni siquiera flexionar las manos. Las señales no eran buenas. Calculamos que deberíamos estar ahora cerca de Trípoli.
Finalmente nos bajaron de la camioneta. Estábamos completamente desorientados. Me condujeron por una escalera de cemento hasta una celda y comencé a imaginarme que me llevaban a un acantilado frente al mar. Me sacaron la venda de los ojos, aunque no me devolvieron mis gafas.
Luego nos separaron, y ese era nuestro mayor miedo. Primero me llevaron a un interrogatorio, una vez más con los ojos vendados. También se lo llevaron a Joe. Roberto se quedó solo en la celda. Durante una hora y media mi interrogador recurrió a insultos, amenazas y un par de cachetazos suaves.
“Eres un hombre bueno, David”, dijo con un golpecito en mi hombro al retirarse, confiado en que tenía suficiente material para redactar mi “confesión”.
Me permitieron comer un par de puñados de arroz grasiento y luego un hombre que hablaba francés con acento africano me palpó el pecho e hizo chistes sexuales para sus camaradas, invisibles a mis ojos. Luego un “policía malo”, más joven, irrumpió para repetir las mismas preguntas.
“¿Llegaron por la ruta del desierto? ¿Cómo la encontraron?”, dijo. “Tenemos un mapa”, contesté. “¡Ajá! ¿Quién les dio ese mapa? ¿El MI6?”, inquirió, en referencia al servicio secreto de inteligencia británico. “Michelin”, respondí.
Los interrogadores no parecían creer realmente que fuéramos espías extranjeros. “¿Cuál es tu religión?”. “Vengo de una familia cristiana”, contesté, por alguna extraña razón súbitamente tímido al negar mi ateísmo. “¡Una familia cristiana, pero eres judío!”, replicó.
Traté de revertir la marcha. “No, no, soy cristiano. Cristiano protestante”. Pero el policía malo gritó “¡Judío!” una vez más, y luego su voz desapareció.
Un hombre me levantó la venda de los ojos y me pidió que firmara y dejara mi huella dactilar en las 24 páginas de una “confesión” en árabe. De regreso a la celda, encontré a Roberto extremadamente preocupado. Joe se nos unió y por la primera vez los tres comenzamos a sentirnos desmoralizados.
El antisemita también había interrogado a Joe, diciéndole: “Eres un espía. Enfrentarás un tribunal militar y te irás de aquí en un ataúd. Estoy a cargo y soy yo quien decide”.
No tenía idea qué habíamos confesado pero nos dijeron que éramos objeto de una investigación militar formal. Cárcel o ejecución eran probables. Súbitamente, tres hombres irrumpieron en la celda, nos vendaron y nos amontonaron en el asiento trasero de un Toyota.
Nadie habló, pero imagino que mis colegas pensaron lo mismo que yo: “Un viaje rápido al desierto, un disparo en la nuca, una sepultura profunda”.
Pero nos ordenaron que nos sacáramos las vendas de los ojos. El coche avanzaba por una avenida bien iluminada del centro de Trípoli. “No se preocupen, van al hotel”, dijo el hombre que ocupaba el asiento del acompañante. A menos de un kilómetro nos detuvimos en el hotel cinco estrellas Rixos, base principal de la prensa extranjera.
El portavoz de Gadafi, Musa Ibrahim, educado en Londres, estaba allí, trajeado, para darnos la bienvenida y dirigir las preguntas de los medios hacia nuestra supuesta gratitud con “El Guía”.
Nos dijeron que podíamos quedarnos y reportear desde Trípoli o irnos de Libia en autobús al día siguiente. Dije que tenía que pensarlo, pero en mi mente ya estaba a medio camino hacia Túnez.
Caras amistosas -colegas de la AFP- emergieron del grupo de periodistas que cubrían nuestra llegada. Finalmente conseguí un móvil. Al llamar a mi familia, a amigos y a colegas me enteré de que nuestra liberación había sido anunciada tres horas antes.