Al calor de los restos de una fogata en el campamento esperanza, el mismo que cobijó durante 70 dias a un grupo de personas de distintos credos, estratos sociales, creencias religiosas, tendencias políticas, pienso en lo aquí ocurrido y no dejo de sorprenderme.
Mas allá de la historia de los 33 compañeros mineros atrapados en este yacimiento de cobre, con la incertidumbre de los primeros 17 días de no saber cómo se encontraban, creo que se conjugaron extrañamente dos sentimientos en todos y cada uno de los corazones de los que vivimos esta experiencia, ya sea a través de los medios de comunicación como espectadores, o como parte del protagonismo implícito que nos da este oficio de estar en el centro de la noticia, sin ser parte de ella.
Creer y estar convencido. Qué gran dilema se presentó aquí.
Me pregunto, porque tanto afán en hacer crecer ese sentimiento, ese estado, esa forma, eso que llaman fe y esperanza.
La fe y la esperanza son validas cuando se sustentan en concreto, cuando las posibilidades son mayores, cuando hay de que aferrarse, pero pierden todo sentido cuando en lo que nos aferramos no tiene solidez. Es en ese momento cuando se tornan peligrosas, porque nos hace convencer de que algo imposible puede ser posible. Y cuando eso que añoramos no ocurre, nuestra naturaleza nos impulsa a resignarnos, a auto convencemos que era lógico que no pasara, quizás como una forma de protección psicológica y así el dolor no es tan profundo, porque de nuevo volvemos a la racionalidad y lanzamos esa frase: “yo sabía”.
Escuché a Alicia, madre de uno de los mineros contar con toda sinceridad que al 2º intento de rescate, cuando se derrumbo la chimenea de ventilación, había perdido esa fe y que se entregó totalmente con una entereza que solo una mujer firme y de carácter puede tener. “Está muerto, pero no imorta -dijo- porque se lo devuelvo a Dios tal como el me lo entrego a mi, sanito, sólo que un poco mas grandecito”.
Esa conversación la escuché en el mismo fogón, esa fría noche se tomó un par de mates, comió unos panes cocidos a las brasas y se fumó un par de cigarrillos. Fue la noche en que el silencio del desierto sólo era roto por el sonido de las perforadoras y de los generadores de los equipos satelitales de los medios de comunicación.
Esa noche se inició el rescate.
“Ahora sí -dijo- es sólo cosa de tiempo”. La vi sólida, atendiendo a cuanto periodista se le acercaba y con una parsimonía envidiable contestaba cada pregunta que le hacían. Un par de rocas eran como el living de su casa en esta improvisada cocinilla repleta de cenizas. Restos de fuego que daban cuenta de los días y días que llevaba en vigilia.
En la mina San José fui testigo de tantas historias humanas, de ese lado distinto, imágenes imborrables a la memoria, como la hija de de uno de ellos que al ver a su padre en la televisión a minutos de ser transportado a la superficie, acariciaba la pantalla del monitor dispuesto a un costado del ducto de evacuación, como queriendo traspasar ese cariño y esa inconciente fortaleza pueril a través de la fría pantalla.
O esa madre del minero más joven atrapado, que me contaba que los dolores que sentía eran dolores de parto, de contracciones y vaya enorme coincidencia cuando la máquina perforadora ese mismo día llegaba al refugio.
Otra historia que me conmovió fue la de un compañero anónimo del yacimiento, que corrió por el desierto más árido del mundo, en medio de la oscuridad, soportando un frío congelante y con cero visibilidad por la camanchaca, arriesgando perderse en la soledad. Subió montaña arriba varios metros sólo para conseguir señal de teléfono y dar aviso del accidente.
¿Qué aprendí de todo esto? Creo que esta noticia, la de la operación San Lorenzo, el rescate más impresionante del mundo, no vino sino a darnos otra razón más a los chilenos para sentirnos erróneamente los primeros y los mejores.
Somos un país que vive de los triunfos extraños, somos un país exitista que se vanagloria de tener los mejores ladrones y lanzas internacionales del mundo, tener el récord mundial de consumidores de pan, tener el chaleco más grande, el desierto más árido, la empanada más grande, el terremoto más grande, y ahora la tragedia minera más grande del mundo.
Esto estaba escrito en uno de los lienzos del campamento esperanza:
“La fe consiste en creer lo que no vemos y la recompensa es ver lo que creemos”
Me quedo con la reflexión lacónica de uno de los mineros tras el rescate, “Estaba mejor enterrado allá abajo que libre acá arriba”. Que lo puede llevar a pensar así. Creo tener la respuesta.
En el circo romano los leones hambrientos devoraban todos los trozos de carnes que los romanos le ponían en frente. Entonces sin justificar a los leones, podríamos decir que los grandes responsables de esas matanzas eran los romanos y su emperador. Pero cuidado, que el emperador romano lo hacía para saciar el morbo de los propios romanos que se reunían en el coliseo.
En la operación San Lorenzo vi pasar a los leones hambrientos de noticias, ví a los 33 trozos de carne (con la diferencia que estos pueden decidir no salir a la arena deL circo romano mediático) y a través de la pantalla coliseo vía satélite encontré también a los romanos ávidos de morbo en todo el mundo.
Sólo me falta saber dónde está el Emperador.