Esta es la historia de la oficinista que se quedó viendo el bombardeo a La Moneda desde el ventanal de su edificio, de lo que vio el niño que ese día se fue corriendo a su casa desde el centro de Santiago, del trabajador que ese día abrazó contento a su vecino, del que se levantó a defender su lugar de trabajo, de las niñas que miraban con miedo a los soldados desde el segundo piso de su casa, del estudiante que esperó por una resistencia que nunca llegó. Once chilenos que compartieron su historia y que nos permiten ofrecer un vistazo desde la calle del 11 de septiembre de 1973, el día en que Chile cambió para siempre.
Foto: Biblioteca Nacional
“Ese día en la tarde en la Villa Presidente Ríos, de curiosas con algunas de mis hermanas mirábamos desde el segundo piso con la luz encendida a todos los que llevaban como detenidos con los brazos en sus nucas por la avenida. La calle era un desfile de hombres y militares con sus armas en posición de disparar.
Como nuestra luz estaba encendida, rodearon toda la casa y nos gritaban que apagáramos la luz, que saliéramos de la ventana o dispararían. El corazón se nos salía del miedo, yo tenía 7 años.
Mi madre para qué le cuento como estaba. Otra noche, cerca de las 4 de la madrugada oímos disparos, y con mi mamá nos pusimos a mirar con la luz apagada hacia el frente, en dirección al Sindicato CAP. Ahí había una patrulla y un hombre sentado semi inclinado. Vimos cómo un uniformado le disparó, y el hombre cayó. La luz del disparo es lo que más recuerdo. Mi madre hizo algún comentario, como "estos desgraciados". Estos recuerdos están nítidos en mi cabeza desde hace 43 años. Primera vez que los expreso con ganas”.
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Foto: Santiagonostalgico | Flickr (cc)
“Ese día partí a mi trabajo en la Endesa, como todos los días. Mi marido de esos tiempos, me fue a dejar y cuando ya entré al edificio se empezó a notar la convulsión que había. En todo caso, las calles San Isidro, Santa Rosa, Marcoleta y Alonso Ovalle, estaban demasiado tranquilas.
No recuerdo la hora del bombardeo a la Moneda, pero subí al piso 15 para verlo y me escondí tras una columna interna pegada a los ventanales. Vi las bajadas para hacer puntería y la repentina subida del avión al disparar. Estaba emocionada, la adrenalina full. Igual me encontraba preocupada por mi hermano y por mi marido, pero tampoco podía irme.
Como a las 13:00 horas el presidente del sindicato llegó diciendo que todo estaba OK con los militares y que abandonáramos el edificio antes que comenzara el toque de queda. Un matrimonio, compañeros de trabajo, me llevó a mi departamento en Providencia. Mi marido ya estaba ahí, pero no sabía de mi hermano. Recién ahí sentí miedo de lo que podía venir, aunque igual estaba satisfecha que Allende no estuviera más”.
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Foto: Biblioteca Nacional
“Mi mamá me mandaba a las colas que se hacían para poder comprar alimentos y otros víveres. Había una gran carestía y desabastecimiento. Ese día yo iba a comprar la leche para el desayuno, y me extrañó ver las calles llenas de militares deteniendo a los civiles y requisando sus carnet de identidad por usar el pelo largo. Yo tenía 12 años, los milicos no me dejaron pasar y tuve que devolverme a la casa. Vivíamos en calle Las Heras con Yungay. Hubo toque de queda muy temprano.
Cerca de mi casa estaba el Liceo 2 de niñas de la Avenida Brasil, estaba lleno de militares. En la calle Chacabuco estaba el teatro Victoria, se decía que estaba ocupado por gente revolucionaria. Nosotros vivíamos al medio de todo esto, y recuerdo que posterior al 11 hubo un enfrentamiento muy fuerte. Las balas cruzaban de un lado a otro...Era tremendo.
Nosotros vivíamos en un segundo piso, y vimos a una persona que estaba como protegiéndose atrás de un poste de la luz. Mi mamá bajó al primer piso y le gritó que atravesara a nuestra casa, porque podían alcanzarlo las balas y caía muerto ahí mismo. Este hombre se arrastró hasta llegar a mi casa, y así salvó su vida. Después nos contó que era trabajador de un bar que estaba en calle las Heras, se atrasó en salir y lo pilló ese enfrentamiento. Fueron críticos esos días. Nunca podré olvidarlo”.
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Foto: Mauricio Méndez | Agencia UNO
“Ese día era martes, y como estudiante de segundo medio de la Escuela de Artes y Oficios era día de taller para mí. Un profesor de derecha se me acercó y me mostró un diario con mucha censura, y me preguntó: "¿Qué salida le ves?". Yo le respondí: “¡Democrática no la va a tener!”. No pasaron mas de unos minutos y cerca de las 10:30 se escuchó una detonación; después nos enteramos que era el ataque a La Moneda.
Me fui a mi casa porque vivía cerca. Estuve con mi familia y decidí volver a la Escuela como a las 4 de la tarde. Estaba cerrada. Entré por un muro y fui al casino del economato, donde había una reunión. Nos fuimos al taller de instalaciones sanitarias, donde una persona estaba fabricando una granada. Yo me preguntaba “¿qué sacamos con fabricar granadas, si ni siquiera las sabemos usar?”. Después tuvimos una reunión en la noche. Un dirigente nos dijo que en la U no habían armas, y nos mandaron a unas clases de karate. Ahí pensamos ‘Qué estamos haciendo, esto es ridículo’. Éramos unos cabros idealistas que queríamos defender nuestro gobierno. Si hubiésemos tenido armas tampoco habríamos sabido usarlas. Nuestros dirigentes pensaban que aunque hubiese golpe se iba a respetar la autonomía universitaria. Éramos muy ingenuos.
De ahí yo me fui al Laboratorio de Física, cerca de avenida Ecuador. Ahí pasamos la noche, y a las 9:00 del 12 de septiembre entraron Carabineros bombardeando la puerta de entrada que hasta hace poco todavía tenía la muestra de las balas. Mientras, los militares entraron por la Avenida Sur. Nos disparaban a menos de 6 metros de distancia. Al primero que salió con un delantal blanco lo acribillaron a balazos. A las 10 estábamos todos reducidos. Los muros eran de adobe y me acuerdo que saltaban pedazos grandes producto de los disparos. Nos redujeron fácilmente, no había resistencia.
Nos tiraron a la plazuela del patio de Ingenieria y nos tuvieron manos en la nuca hasta las 14:00, tirados en el suelo y nos pusieron en fila en la cancha de hockey en Portales. Ahí me topé con Víctor Jara. Me dijo: “Tranquilito, compañero”. Él iba a dar un concierto en la universidad el día 11.
En ese trayecto, en menos de media hora vi por lo menos tres o cuatro asesinatos a mansalva, sin provocación, casi todos a golpes. Nos metieron arriba de los buses, con la cabeza arriba del asiento de rodillas. De ahí nos llevaron al Estadio Chile. Había tiroteos, supuestamente de francotiradores. Eso era el infierno mismo”.
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Foto: Agence France-Presse
“Yo tenía 11 años y en la casa vivíamos once hermanos. Pasábamos hambre porque sólo nos vendían un kilo de pan. Mi hermano mayor era el único que no vivía con nosotros porque estaba en el Ejército. La necesidad era mucha. Esa mañana, tipo 11:00, la mamá nos mandó a buscar una vaca que se había perdido en un campo que había cerca. Salimos con Noemí, de 12 años, Salomón de 9 y Moisés de 7. Nos dijo que aprovecháramos de comer frutos silvestres, y lo único que había por esa fecha eran cardos y frutos de copihues. Con eso amortiguamos un poco el hambre.
En ese momento aparecieron muchos militares, la mayoría muy jóvenes. Uno de un poquito más edad se acercó y nos preguntó qué hacíamos ahí. Nos trataron muy bien, pero nos dijeron que nos fuéramos de inmediato a la casa. Yo no entendía mucho, pero veía a mi mamá muy angustiada y triste. Llegamos y de inmediato prendió la radio. Me acuerdo que lloraba y decía: ‘Ya, hijos, no pasaremos más hambre’. Esto me quedó marcado hasta el día de hoy. Con el tiempo entendí los pro y los contra de lo sucedido”.
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Foto: Agence France-Presse
“De vuelta de mi trabajo, cerca de Vicuña Mackenna, había un grupo de gente reunida en torno a un auto pequeño. Al llegar a él escuché el último discurso de Salvador Allende. Las personas estaban silenciosas y al terminar salió una niña de unos 5 años preguntándole a su madre qué pasaba: ‘Son los milicos que se tomaron el poder’, le respondió.
Iba con un montón de gente caminando cerca del Santa Lucía cuando escuché un sonido aterrador: era una columna de tanques que pasó a toda velocidad hacia el centro mientras nos apuntaban con las ametralladoras de las torretas, pero sin hacer fuego. Hacia el centro se escuchaba el tiroteo, principalmente de fusiles y ametralladoras. La gente se protegía en los pórticos, monumentos y piletas. Era un fragor intermitente.
En el monumento a Andrés Bello vi parapetada a una persona con muletas. Cuando terminaron las ráfagas se puso en pie y trató de avanzar hacia el lado sur de la Alameda. De pronto pareció que un tomate había impactado en su cabeza, ya que saltó una masa roja y ahí quedó. Cuando pasé cerca de él vi que era el cerebro que estaba desparramado a su alrededor, ya que alguien le disparó con toda premeditación. Después siguió la consabida zalagarda de tiros.
Entre Arturo Prat y San Diego había una gran cantidad de civiles mirando el espectáculo, mientras los soldados se parapetaban en los kioscos y hacían fuego hacia los edificios circundantes. Cuando comenzaban los disparos, los civiles se arrojaban al suelo y se paraban una vez que éstos terminaban.
Mientras me encontraba en la misma entretención del resto, llamó la atención lo cerca que escuchaba los disparos de un Mauser, por lo que miré a mi alrededor y para mi sorpresa había un pelao disparando y sus proyectiles pasaban a no más de un metro de distancia.
Corrí lentamente esperando quedarme atrás -era el penúltimo de la fila-, cuando veo que un pelao gira el fusil y le pega un tremendo culatazo al último. Otro venía con las mismas intenciones sobre mí, por lo que saqué un pique digno de medalla olímpica y lo dejé atrás.
Pude ver el heroico combate en defensa de La Moneda que hizo un puñado de chilenos enfrentados a soldados de infantería, tanques, artillería, aviones y helicópteros. Y que duró varias horas”.
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Foto: Agencia UNO
“Antes de las 08:00 recibí un llamado de una cuñada: ‘José, parece que pasa algo, todas las radios sólo emiten marchas militares’. Lo ratifiqué y de inmediato me dirigí a mi trabajo con cierta inquietud. Los colegas estaban igual que yo, y mientras se especulaba sobre la situación recibí un llamado telefónico del segundo jefe, que reemplazaba al Inspector Provincial del Trabajo que se encontraba en Santiago. ‘No puedo salir de Coronel, los militares impiden el acceso de la zona minera a Concepción. Vas a tener que asumir la Jefatura Provincial’, me dijo. Así, en ese día crucial, inesperadamente estaba a cargo de una repartición pública.
Pedí a la secretaria que me comunicara con la Dirección del Trabajo y desde Santiago se me indicó que efectivamente había una sublevación militar, pero que estaba siendo controlada. Sigan con sus labores habituales, fue la conclusión, información que transmití al personal.
Media hora más tarde se me informa que en el pasillo externo unos carabineros estaban ordenando evacuar la oficina. Salí con la autoridad del cargo que ostentaba para aclarar la situación y me encontré con un destacamento de Carabineros con armamento de guerra. Me dirigí al oficial a cargo solicitando una explicación. Me respondió que era una orden y que era preferible acatarla voluntariamente. Le pedí su nombre y grado pero se negó a darlo.
De vuelta a la oficina notifiqué al personal, pero como precaución dejé constancia del hecho en el libro de asistencia.
Posteriormente fui citado a una reunión a las 14:00 horas, junto con los demás jefes de servicio de la provincia, en la Tercera División del Ejército con el general Washington Carrasco, quién nos notificó que a partir de ese día las Fuerzas Armadas eran las únicas que mandaban”.
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Foto: Agence France-Presse
"En ese entonces yo era junior en el Banco Osorno y La Unión en Huérfanos 1060, ahí en la galería. Un cajero que llegó a la sucursal me dijo ‘oye sabes que van a bombardear La Moneda’. El presidente era el señor Angulo, él era comunista y nos empezó a distribuir armas. Eran unos trabucos más o menos grandes. ‘Aquí no se va nadie, tenemos que defender el banco’, nos dijo. Aparecieron armas que uno no se imaginaba. Era como un arsenal que tenían en el cuarto piso. El que quería tomaba una.
Yo tenía 16 años y con otros que no estábamos con el tema tratamos de arrancar. Muchas personas se quedaron ahí y muchos de ellos desaparecieron. Cuando salí, vi que pasaban los tanques. En la primera comisaría, ahí en Huérfanos, cargaban el armamento.
Afuera de La Moneda se estacionaban muchos vehículos. Los militares trataron de que salieran pero algunos se quedaron ahí. Era pura chatarra quemada.
En San Francisco con la Alameda tomé un Pegaso, unas micros que eran del Estado, y me tuve que colgar de la parte de atrás porque iba llena. En una parte dobló fuerte y salí volando. Por suerte no me pasó nada, me paré y me fui caminando a San Miguel.
Habían camiones con militares que apuraban a la gente para que se fuera a su casa. Yo me fui con los colegas del casino del banco. Me acuerdo que un carabinero me dijo: ‘Sácate las manos de los bolsillos tal por cual o si no te disparo’, así era la cosa.
El 10 de septiembre yo vi a Allende. Él vivía en una calle cerca y pasaba por Huérfanos con carabineros en moto detrás. Se iba a pie a La Moneda y la gente le tiraba papel picado desde los edificios.
Es raro que me acuerde de esto, pero el cajero que me avisó que venía el bombardeo, es el mismo que unos meses antes me había contado del accidente donde murió Nino Bravo. Él era mi ídolo”.
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Foto: Joe Haupt | Flickr (cc)
“Yo vivía en la calle Picarte, en el centro de Valdivia. Estaba en mi casa y a mediodía supimos por la radio lo que había pasado en Santiago, en todas partes salían los bandos. Tenía un vecino que a veces veía y con suerte nos saludábamos. Ese día salimos a la calle y nos dimos un abrazo. Fue una cosa espontánea. Mucha gente estaba celebrando y sacaron banderas porque se terminaban las colas y las tomas. Era terrible, si hasta el confort se estaba acabando. En el trabajo igual estaban felices, el patrón para qué le cuento, porque en la Ferretería Sur teníamos que poner unas protecciones tremendas de masisa para que no rompieran las vitrinas durante las marchas. Algunos hasta hicieron asados y a la salud por los milicos, era una felicidad tremenda. No hay que ser estadista para darse cuenta que la cosa como estaba no podía seguir”.
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Foto: Gentileza: Micro-polis
“Yo trabajaba en la Empresa de Transportes y Colectivos del Estado, era del Partido Socialista. Me enteré temprano en la mañana de que algo pasaba. Yo vivía a dos cuadras de la Universidad Técnica del Estado y sentí mucha balacera. Me vestí y me fui inmediatamente a la empresa en el depósito Lo Videla, porque la orden del partido era tomarnos nuestros lugares de trabajo. Pasé por la estación Mapocho, entre medio de unos balazos que tenían con el cuartel que había ahí de los militares.
Cuando llegué a la empresa estaba el desbarajuste. Eran como las 8 de la mañana y había un desorden tremendo. Lo que más me sorprendió fue que el presidente del sindicato que era del Partido Socialista dio libertad de acción y dijo que lo mejor era seguir lo que estaban indicando los militares, que era abandonar el lugar. De tanta gente que había ahí, nos quedamos 20.
Llegaron los pacos y nosotros no teníamos ni una honda, nada. Nosotros pensábamos que iba a haber resistencia. El golpe venía, era un hecho, pero se suponía que al tomarnos nuestros lugares de trabajo íbamos a tener el apoyo de algún sector de las Fuerzas Armadas y que íbamos a hacer resistencia.
El ejército se hizo cargo del depósito para ocupar los buses. Nosotros veíamos la cosa bien negra. Nos tenían pegados a la pared pero después decidieron usarnos de choferes y tuvimos que transportar prisioneros hasta el Estadio Chile.
Cuando se reanudó el servicio al tiempo después yo me fui pa la casa y al par de meses renuncié. Por suerte no nos tomaron detenidos”.
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Foto: David Cortés | Agencia UNO
“Estaba trabajando en el diario Clarín, instalando la máquina que sería la más moderna de Sudamérica en calle Gálvez (hoy Zenteno) con Alonso Ovalle. El director del diario nos dio la orden de quedarnos, pues ahí estaba el futuro del diario; cuidar el edificio y la maquinaria. A dos cuadras de La Moneda la vi bombardeada, vi militares matar por matar al salir de aquel edificio. A las 15:40 horas nos pusieron manos arriba, carnet de identidad y sin mirar. Quienes estaban apuntándonos nos hicieron correr hacia calle San Diego, nos dispararon por la espalda a todos los trabajadores. Recuerdo que llegamos dos a la esquina de San Diego, del resto nunca más supe.
Aquel edificio todavía lo tienen los milicos, donde se inscriben los armamentos. Me parece que la máquina del Clarín se la pasaron a La Tercera, diario del gobierno en ese entonces, y del director Gato Gamboa nunca más supe. Tenía 19 años y gracias a Dios estoy vivo, no exonerado, ni político. Simplemente un trabajador que sufrió mucho y quedó marcado con todo lo que vi aquel día. Saludos y un abrazo a los que quedaron vivos del diario Clarín, que quedaba en calle Dieciocho con Olivares. Un simple homenaje a los que nunca nos aprovechamos de cobrar algún dinero”.
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