La trama Ajraz I: auge, caída y redención de un agente encubierto de la PDI
Jueves 17 mayo de 2018 | 04:00
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×-¿Qué tan buena es su capacidad para mentir?
Apenas escucha la pregunta, Cristian Ajraz se endereza, levanta la vista y mira de frente.
-Nula. No me gusta mentir –responde rápido y sin pensarlo mucho.
Aunque suena convencido, es difícil de creer. Ajraz fue policía y se especializó en misiones encubiertas. Llegó incluso a hacer charlas sobre eso a fiscales y aspirantes a la Policía de Investigaciones (PDI). Se escabullía y mimetizaba para infiltrarse en bandas de narcotraficantes y terroristas. En algunas ocasiones se dejó crecer el pelo y la barba, incluso ganó peso y cambió su forma de vestir. En su casa dicen que desaparecía días y hasta semanas sin dar pistas de en qué andaba. Él cuenta que así logró meterse en el mundo de Mario Silva Leiva, el “Cabro Carrera”, y que con una orden reservada e identidad falsa cruzó en una oportunidad la frontera hacia Perú y se inmiscuyó entre un grupo de ex miembros de Sendero Luminoso que ahora traficaban drogas. Investigó también el contrabando en aduanas y puertos y el robo de animales en el sur. Hoy puede negarlo, pero lo cierto es que la mentira era parte de su trabajo.
-Como agente encubierto tenía que mentir, ¿o no?
-No tanto. Para mentir no soy bueno. Todo se sabe, y eso quiero: que todo se sepa. Acá no se puede mentir, porque siempre te van a pillar. Siempre con la verdad.
Ajraz llegó a la entrevista con su pelo corto y ordenado y vestido prolijamente: camisa a cuadros muy bien planchada y un chaleco azul con cuello en V. De nariz tosca y mirada bonachona, lleva un reloj grande en su muñeca izquierda y bajo el brazo, una carpeta con antiguos recortes de prensa, hojas con apuntes escritos a mano y algunos documentos. Dice que ahí hay parte de las pruebas que corroborarían que todo lo que ahora se dice de él es falso, que es completamente inocente y que lleva los últimos cinco años encerrado en la cárcel cumpliendo una condena por delitos que, asegura, no cometió.
20 años le dieron por tráfico de drogas y asociación ilícita. Estuvo tres meses prófugo y fue por un tiempo el más buscado del país. Cayó en noviembre de 2012 en medio de un operativo con decenas de policías, patrullas, helicópteros y francotiradores apostados en las inmediaciones de una casa en un exclusivo barrio de Vitacura, propiedad del ex presidente del Diario La Nación, Manuel Valenzuela. Fue el último de los muchos lugares donde se ocultó.
De inmediato pasó a la Cárcel de Máxima Seguridad, donde el régimen diario era de 21 horas de encierro y sólo tres de patio. Cuenta que así estuvo por los siguientes cuatro años. Después, ya condenado, lo llevaron a la Cárcel de Alta Seguridad (CAS), donde hoy cumple su sentencia. Pero jura por su hija y su esposa que él nunca traficó, que fue todo una trampa y que en su juicio hubo varias irregularidades.
Una y otra vez ha revisado el extenso fallo que emitió en su contra a fines de 2014 el 4° Tribunal Oral en lo Penal de Santiago. Adentro, donde convive con homicidas, narcotraficantes y terroristas, lo asesora un abogado que trabajó por mucho tiempo en la Corte Suprema. Su nombre: Eduardo Gre, condenado a fines de 2016 a 15 años por haber abusado sexualmente y de forma reiterada de un adolescente que apadrinó del Sename. También lo acusaron de producir y almacenar pornografía con menores de edad. Ambos han llenado de apuntes al margen una copia impresa de esa sentencia y aseguran que hubo graves vicios en el proceso y que no habría pruebas concretas que justifiquen la condena del ex PDI. Partiendo porque no le encontraron ni un gramo de droga encima y porque el supuesto tráfico que le achacan era en realidad una entrega controlada de 10 kilos de cocaína en medio de una investigación judicial, autorizada por un fiscal.
Ajraz acusa que detrás de esta historia sí había policías involucrados, pero que eran otros, no él. También que hubo una supuesta red de protección, un montaje, que le plantaron pruebas y que todo se estructuró en su contra gracias a una traición, la de Jorge Cepeda, su informante.
Pero ahora Cristian Ajraz cree tener la clave para revertir su situación. Quizás, la última carta que le queda por jugar.
El mismo Cepeda pasó un tiempo durante 2016 por la CAS y ahí intentó contactarlo. “Hay muchas cosas que debes saber, ya que serían suficientes para la revisión de nuestro juicio. Estoy dispuesto a ayudarte. Hablemos en persona”, le escribió.
Ajraz intentó por distintas vías reunirse con él, pero no se lo permitieron. Entonces se empezaron a enviar mensajes por escrito. El ex informante le mandó entre junio y agosto de 2016 ocho cartas al ex policía. En ellas, Cepeda, también condenado como el supuesto líder de una organización narco, le pide perdón, le dice que ahora está “en los caminos del Señor” y reconoce que él sí mintió. En sus misivas cuenta que los fiscales Héctor Barros y Álex Cortés lo presionaron para que lo involucrara y así proteger a los otros policías implicados. Y que antes del juicio, lo sacaron de la cárcel, lo llevaron a la fiscalía y le entregaron un oficio de ocho páginas con cada una de las preguntas que le harían. También le hizo una promesa: “Te garantizo que voy a poner todo de mi parte para sacarte de esta mierda”.
Por eso cuando el abogado de Ajraz lo visitó adonde está ahora, en la Cárcel de Los Andes, Jorge Cepeda ratificó todo e incluso autorizó a que se periciaran sus escritos. Hoy esas cartas son la base de una querella que se presentó a comienzos de enero en el 7° Juzgado de Garantía de Santiago a nombre de Cristian Ajraz, contra su antiguo informante y todos quienes resulten responsables por presentar medios de prueba falsos en un tribunal (ver querella). La nueva investigación ya está abierta y en curso.
Los persecutores de la Fiscalía Metropolitana Sur que los investigaron, Héctor Barros y Alex Cortez, niegan hoy todas las acusaciones en su contra y sostienen que tanto Ajraz como Cepeda no son más que unos delincuentes, que hay escuchas y pruebas físicas que los delatan y que todo lo que ahora dicen es mentira, simples teorías conspirativas. Y puede en parte ser cierto, pero aún hay piezas que no calzan.
Radio Bío Bío accedió a las cartas, testimonios, sentencias y audios del juicio y se entrevistó con varios de los involucrados para desentrañar una trama que no sólo habla del auge y caída de un ex agente encubierto de la PDI, sino que también de cómo redes narco penetraron en la institución para instalarse en uno de sus cuerpos de élite. Entre sus protagonistas hay fiscales, policías, traficantes, transportistas, una ex agente de la dictadura que se ufana de haber participado en torturas e incluso un abogado que decía ser de la DEA y que hoy representa a Jorge Cepeda. Todos con negocios y acusaciones cruzadas, cada uno inculpa al otro de faltar a la verdad. Lo único claro es que en esta historia alguien miente y posiblemente sean todos.
La construcción del “policía americano”
Cristian Ajraz y un grupo de detectives se enfrentan a balazos con cuatro delincuentes en el centro de Viña del Mar, en plena calle y antes del mediodía. Los primeros perseguían a los segundos que huían en un colectivo, pero chocaron con un kiosco y al bajarse para escapar a pie, se pusieron a disparar. La gente corre y se esconde. Basta que sólo uno de esos tiros cruzados sea certero para acabar con todo. Y Ajraz, un inspector de 33 años de la Brigada Investigadora de Robos (BIRO) de Valparaíso, cae. Una bala da en su cabeza. La sangre le corre y él no sabe más.
Es marzo de 2006 y Ajraz no sólo sale vivo, sino que por primera vez su nombre aparece en la prensa. La bala apenas le rosó el cráneo, así que en vez de mártir, pasó a ser algo así como un héroe. O al menos así se sintió. El entonces director nacional de la PDI, Arturo Herrera, viajó especialmente de Santiago para verlo a él, y en los diarios fue esa la foto que se publicó.
-¿A qué aspiraba como policía?
-A ser el mejor. Y lo logré en las diferentes unidades que integré: varias veces fui elegido el mejor policía. En las brigadas de robos y asaltos de Valparaíso, la de delitos portuarios, de inteligencia antinarcóticos, en la antinarcóticos, contra el crimen organizado, en investigación criminal… Y ahora aquí estoy, privado de libertad –dice 12 años después.
Lo que vino luego de ese proyectil fue casi siempre en ascenso. Y para él, la clave de todo –de su éxito y su fracaso– estuvo en sus informantes.
Ana María Bravo cuenta orgullosa que en dictadura se dedicó a cazar comunistas, que a algunos los torturó, que los pies aún le duelen porque por esos años se agarró hongos limpiando a pie pelado las fecas y orina que los detenidos políticos dejaban en las bodegas del Buque Escuela Esmeralda y que ella, como informante histórica de la PDI, fue la gran formadora del joven Ajraz. Dice que lo conoció apenas llegó a Valparaíso y que uno de los jefes se lo encargó cuando era “un pajarito nuevo y lo tenían para el hueveo”. Según Bravo, ella le enseñó cómo y dónde buscar. Se convirtió en su guía, la que le entregaba información de un mundo que él no conocía. Lo llevaba en secreto a recorridos por las bodegas de contrabandistas del puerto, a guaridas de ladrones y de clonadores de cd’s. Cada vez que Ajraz salía, volvía con resultados. Y pronto todo eso le quedó chico. Se postuló entonces para pasarse a la Brigada Antinarcóticos en la V Región, bajo el alero del prefecto Raúl Castellón. Él y otros dos más quedaron seleccionados. En adelante tendría que lidiar con traficantes. Ya estaba en las grandes ligas.
Con Bravo como informante, Ajraz operó como agente encubierto en operaciones de alto calibre lideradas por el entonces fiscal jefe de Villa Alemana, Alejandro Ivelic, quien poco después se convirtió en director de la Unidad Especializada en Tráfico Ilícito de Estupefacientes de la Fiscalía Nacional, algo así como el zar antidrogas del Ministerio Público. También trabajó por esos años en diligencias encargadas por el jefe de la Fiscalía Regional de Valparaíso, el actual fiscal nacional, Jorge Abbott.
Consultado por cómo fue esa época, Castellón diría después a los fiscales que Ajraz era “un buen funcionario, nominado como uno de los mejores de la institución. Nunca lo vi en algo extraño o raro (…) Si hubiera detectado cualquier anomalía de Cristian Ajraz, lo habría eliminado sin ningún problema de la PDI, pero nunca se mostró de una forma incorrecta”.
Ajraz era un solitario. Salía la mayoría de las veces solo, sin avisar a nadie y regresaba casi siempre con algo. Un dato, drogas o incluso detenidos. Si tenía algo concreto sólo lo conversaba con su jefe y así conseguía con los fiscales los permisos para hacer seguimientos, escuchas y autorizaciones para misiones encubiertas. Ponían un equipo completo a su disposición y bajo sus órdenes, pero él no compartía nada. Hay quienes lo conocían como “el policía americano”. No sabían de sus métodos, pero sí de su efectividad. Mientras algunos lo veían como un ejemplo, otros desconfiaban. “Andaba con cosas ocultas. No le creíamos mucho lo que decía. Todo era un poco oscuro”, declararía años después la subcomisaria Andrea Muñoz, su ex compañera en la promoción del ’94 en la Escuela de Investigaciones y su colega en la unidad que lo recibió en Santiago, también dirigida por Castellón: el Departamento de Inteligencia de la Jefatura Antinarcóticos de la PDI.
Llegó a ese departamento como agregado, a petición de los fiscales de Valparaíso, ya que sería una mejor plataforma para continuar con algunas investigaciones que tenían en curso y cuyo rango de acción iba mucho más allá de los límites regionales. Principalmente con la información que les entregaba un productor de cocaína en Perú amigo de Bravo y que regularmente les daba datos sobre grandes cargamentos que entraban a Chile. El mismo que los habría llevado a los descolgados de Sendero Luminoso.
Castellón declaró después que cuando en 2008 acabaron esas misiones, le preguntaron a qué unidad se quería ir a trabajar y que Ajraz eligió seguirlo y unirse a la Brigada Investigadora contra el Crimen Organizado, la BRICO, un cuerpo de élite donde supuestamente estaba lo mejor de lo mejor de la PDI. Ajraz cuenta que no fue así y que el mismo Castellón solicitó que lo derivaran a su nuevo equipo. Como sea, ahí se hizo cargo de uno de los cinco grupos operativos, le presentaron a Jorge Cepeda como su nuevo informante y conoció a sus colegas en la PDI, el inspector Jorge Haeger y el subcomisario Giovanni Sepúlveda. También ahí tuvo su primer cruce con el tío de este último: un conocido traficante internacional llamado Humberto Sepúlveda, más conocido como “La Guatona”. La trama que lo ligaría a operaciones internacionales de tráfico y que terminaría con su desplome ya se tejía.
La antesala a mi caída
Yo no sabía quién era él, pero un día que estaba de jefe de servicio, llegó en una camioneta negra. Llevaba la camisa abierta, con collares y anillos de oro. Medía un metro setenta y tres y era canoso. Era raro, porque la BRICO, allá en Compañía con General Bulnes, es una unidad policial reservada y muy estricta en sus controles de ingreso. Pero entró en su vehículo como si nada. Y no sólo eso, sino que además se estacionó en el estacionamiento del jefe, que en esa época ya no era Castellón, sino que el prefecto Adolfo Rocco Tachi. Le pregunté a mis colegas por qué no lo habían controlado y me dijeron que era Humberto Sepúlveda, el tío de Giovanni, y que venía a hablar con el jefe. Todo era muy sospechoso, así que lo grabé con mi celular antes de que se encerraran en su oficina. No era normal que llegara gente como él. Se nota al tiro cuál es el perfil de las personas.
La grabación después se me perdió, pero creo que ahí partió todo lo que vino después. En marzo de 2011, nos llamaron de urgencia a todas las unidades para pedir apoyo, por un tipo que había matado a tiros a dos policías en un control en San Bernardo y había huido rumbo al centro de Santiago. Era Ítalo Nolli y había que capturarlo. Salí tan rápido que olvidé mi celular en la unidad, y ahí lo tomó un colega y lo revisó para ver de quién era. Se encontró con las fotos y los videos. Yo no era de juntarme con la gente del trabajo, ni era amigo de los otros policías. Con Giovanni, que encabezaba otro de los grupos operativos, sólo teníamos una relación laboral. Lo mismo con Jorge Haeger, aunque entre ellos eran bien cercanos. Pero cuando se supo de ese video, empezaron a desconfiar de mí y el ambiente se puso extraño, como si yo hubiera querido denunciar algo interno de la BRICO.
Mucho después, en el juicio que me trajo a la cárcel, supe que a Humberto Sepúlveda lo llamaban “La Guatona”, que era un importante narcotraficante y que él y su sobrino estaban detrás de las operaciones que abrieron la investigación en la que me involucraron: unos 70 kilos de cocaína que incautaron en Calama y que supuestamente iban a guardar en una casa de mi familia en Maitencillo. Pero esa casa es de mi mamá y mis hermanos son policías. ¿Cómo iba a llevar droga para allá?
Ahí también estaba metido Jorge Cepeda, mi informante, quien además estaba ligado de manera informal a Giovanni Sepúlveda, aunque de todo eso yo no tenía idea. También me enteré en el juicio. Él fue quien me entregó. En todo caso, aquello pasó tiempo después, cuando a la BRICO ya la habían desarmado por irregularidades en su interior, las mismas que terminaron con Giovanni y Jorge Haeger condenados en 2013 por cohecho, malversación de caudales públicos, circulación de moneda falsa y falsificación de parte policial.
Ellos habían detenido a unas personas que robaron una casa de cambio en el centro de Santiago, y cuando fueron a entregar el dinero a la fiscalía, como cadena de custodia, cambiaron billetes falsos por verdaderos. Cuando se dieron cuenta en abril de 2012, intervinieron la unidad completa. A mi jefe, a quien además investigaban por acoso sexual a una funcionaria de la BRICO, lo mandaron a La Serena. Y mientras no terminara el sumario, todos los oficiales más antiguos fuimos destinados a distintas partes del país.
A mí me llevaron a Lebu, en la Región del Bío Bío, a la Brigada de Investigación Criminal (BRICRIM), a cargo de un grupo especial para investigar el abigeato y antinarcóticos. Nunca se incautó tanta droga en Lebu como ese año. También desarticulamos varias bandas que robaban animales. Fue un período extraordinario: pude estar con mi familia, algo que cuando estuve en Santiago nunca se dio. Pero duró poco.
Al poco tiempo llegó una resolución firmada por el ministro Rodrigo Hinzpeter con la que me suspendían momentáneamente por una investigación interna, por haberle comprado unos autos a Cepeda. Presenté un recurso de protección en la Corte de Apelaciones y justo cuando se iba a ver, me pusieron una orden de detención por una causa de narcotráfico. De ahí me enteré por la prensa que ahora era un prófugo.
Yo no entendía nada. ¡Si nunca en mi vida he consumido ni traficado droga! Si no, tendría recursos y una vida más o menos holgada, pero ahora mi señora tiene que trabajar como mesera para pagar el colegio de mi hija, las deudas, el crédito hipotecario. Si hubiera traficado, no tendría problema en asumir mi responsabilidad. Pero mi hoja de vida estaba intacta, siempre en lista uno. Dos de mis cuatro hermanos son policías, altos oficiales, y mis cuñados y algunos primos también. No me iba a vincular con el narcotráfico para perjudicar mi carrera y la de ellos. Además es imposible que un policía trafique al interior de la BRICO sin la venia de los superiores, porque había numerosos controles y gente que te vigila: escoltas, jefes de análisis, oficial de caso, subjefe y jefe de unidad. Es imposible hacerlo solo, pero supuestamente yo lo hice y nunca nadie me detectó. ¿Dónde está la supuesta droga que trafiqué? Nunca apareció porque no existió. Todo fue parte de un montaje creado por Cepeda para beneficiarse a sí mismo y cubrir a esos otros policías que sí estaban involucrados, y que los fiscales no quisieron investigar: por la declaración de una persona terminé condenado a 20 años de cárcel.
Ruta a una traición
La investigación, según contaron los fiscales Héctor Barros y Álex Cortez a Radio Bío Bío, partió en 2011 con una interceptación telefónica a un hombre investigado por tráfico en La Pintana. La operación se llamaba Escalera Real y buscaba desmantelar una red que traía cocaína desde Perú a Santiago vía terrestre. El paso a paso para llegar a Ajraz, fue así:
1) Al otro lado de la línea hablaba un tipo apodado “El Ceto”. Se llamaba Marcelo Cambiazo y trabajaba en el envío de encomiendas por buses. Lo siguieron e intervinieron sus comunicaciones y dieron con otro hombre al que le decía “jefe”. Era Jorge Cepeda, el informante de Ajraz.
2) Cepeda, que oficialmente se dedicaba a la compra y venta de autos chocados, era el que coordinaba todo. Se comunicaba con muchas personas, a veces a través de códigos. Había uno al que se refería como “Cola larga”. Ese fue el primer vínculo con agentes de la PDI: era Giovanni Sepúlveda. Hablaban de un cargamento que vendría del norte, pero nunca nada directo como para saber a qué se referían. Los fiscales no tenían certeza de si el subcomisario participaba o no activamente, pero sí que lo sabía todo. También había otra persona a la que Cepeda llamaba por un nombre en código: “A la carta”, se decían mutuamente. No sabían quién era.
3) Siguieron a Sepúlveda y le hicieron varias escuchas que corroboraban sus vínculos. Pero esa línea se cortó tiempo después, cuando se reunió en un café con un oficial del alto mando -los fiscales dicen no saber quién era- y luego eliminó su teléfono. Coincidió con la época en que la PDI intervino la BRICO.
4) En septiembre de 2011 interceptaron en Calama el cargamento: un camión con 70 kilos de droga. Cayeron varios detenidos, entre ellos Cepeda. En su celular encontraron un video donde aparecía viajando junto a Cristian Ajraz a la casa en Maitencillo. Fue ahí que por primera vez figuró su nombre en la investigación: él era “A la carta”.
5) Cepeda se acogió al artículo 22 de la Ley de Drogas, que ofrece beneficios a imputados que entreguen información que permita desmantelar otras operaciones de tráfico similares o de mayor cantidad. Así que empezó a hablar: dijo que la droga era parte de una operación fallida coordinada por “La Guatona” y su sobrino Giovanni Sepúlveda para enviarla inicialmente a Europa, pero que como todo se cayó, decidieron moverla en Chile para no perder la inversión. Y luego traicionó a Ajraz: aseguró que era parte del negocio, que se repartían las ganancias, que uno de los autos que le vendió fue una forma de pago y que la droga que incautaron la iban a guardar en su casa familiar en la playa. También dijo que hacía rato que venían traficando juntos y, entre otras cosas, que a fines de 2010 habían montado una supuesta entrega controlada para ocultar el tráfico de 17 kilos de coca que nunca nadie detectó.
6) Los fiscales revisaron carpetas de otras investigaciones y lo que decía Cepeda hacía sentido. Seguimientos, informes, escuchas telefónicas; gran parte cuadraba. La línea investigativa sobre Giovanni y su tío se extinguió poco después y no la siguieron. Nunca los formalizaron por esto, a pesar de los diversos testimonios que los involucraban directamente. Pero el agente encubierto, en cambio, ya era un objetivo cuando llegó a Lebu. Era cosa de tiempo antes que cayera.
La redención del informante
Para junio de 2016, Cristian Ajraz ya llevaba tres años y medio preso y poco menos de dos cumpliendo condena en la CAS. Largos pasillos, escaleras que suben y bajan y al menos cinco pesadas rejas metálicas siempre cerradas con llave, además de detectores de metales, cámaras que abarcan cada rincón y decenas de gendarmes armados custodiando cualquier movimiento: todo eso se interponía entre él y el mundo exterior. Al menos su familia nunca lo abandonó, pero ni amigos ni colegas lo iban a visitar. Del exitoso agente encubierto ya casi no quedaba nada y para la justicia no era más que otro delincuente rematado. Le habían rechazado un recurso de nulidad en la Corte de Apelaciones y la Suprema había fallado contra su recurso de queja. Pero aún sostenía que era inocente y que lo inculparon injustamente. Además de alegar, no le quedaba mucho más por hacer.
Pero llegó Cepeda y el escenario cambió.
“No sé por qué llegó a la CAS, pero me mandó una nota donde decía que necesitaba urgente hablar conmigo para resarcir todo el daño que me había hecho. Gestioné con el jefe de piso, después con el teniente de régimen interno y con el alcaide, pero todos me negaron hablar con él porque venía desde la Cárcel de Valdivia con estrictas medidas de seguridad. No sé por qué lo habían mandado para allá ni por qué lo trajeron, y aunque insistí en poder juntarme con él, no me dejaron. Así que me empezó a mandar notas y todo empezó a calzar y a tener lógica”, dice Ajraz.
-¿Qué decían esas notas?
-Que lo perdonara, que todo había sido mentira y que lo habían obligado a inculparme de la mayor cantidad de delitos que pudiera. En las ocho cartas que me mandó entre junio y agosto de 2016 confesaba todo. Me decía que le mandara mis abogados, pero ya no tenía abogados ni recursos para pagarlos. Me dijo que el día antes de declarar, un domingo, lo habían sacado de la CAS, lo llevaron a la fiscalía y le pasaron una bitácora con todas las cosas que tenía que decir en mi contra. Ahora ya tengo un abogado que fue a hablar con Cepeda: le confirmó todo lo que había dicho en sus cartas.
-Dice que lo presionaron. ¿Quién fue?
-Eso lo tiene que decir él. Pero en sus cartas se refiere a los fiscales Héctor Barros y Álex Cortez, de la Fiscalía Metropolitana Sur.
-¿Por qué cree que lo inculparon?
-Para encubrir a la otra gente, porque si caía “La Guatona”, caería la cúpula completa, desde oficiales del alto mando de la PDI hacia abajo.
En sus cartas, Cepeda se refiere a Ajraz como su único amigo y le reconoce que se siente culpable por su condena. Ahí le habla de Dios y pasajes bíblicos, de su familia, de que estuvo a punto de entrar a un coro en la cárcel y le explica que llegó a Santiago porque lo habrían ido a buscar para aportar antecedentes en una investigación por eventuales irregularidades en la Fiscalía Metropolitana Sur. Según él, la Operación Escalera Real estaba entre los procedimientos que se cuestionaban. También le decía que “los malditos fiscales” hicieron una planificación en su contra, que usaron pruebas de otras investigaciones y que esa supuesta droga por la que los condenaron nunca pasó por las manos de ninguno de los dos. Habla de acuerdos entre Giovanni Sepúlveda y los persecutores, de escuchas ilegales y de presiones para involucrarlo en el tráfico de esos 70 kilos de coca incautados en Calama, en lo que Ajraz no tenía nada que ver.
“Cómo chucha lo involucro, si sólo tengo unos videos de tu celular y unas llamadas, pero no hablan nada”, escribe Cepeda que le habría dicho el fiscal. También le dice a Ajraz que debe estar tranquilo, que cuando todo eso se sepa podrán reducir su tiempo en prisión o incluso salir absueltos, y lo invita a un emprendimiento conjunto en el futuro: usar un tremendo campo en Panguipulli, armar cabañas y dedicarse a la cría de ganado. La mayoría de las notas dicen al comienzo o al final: “A la carta”.
Todo eso forma parte de una querella por testimonio falso que presentó a comienzos de 2018 el abogado de Ajraz contra Cepeda y quienes resulten responsables. La causa ahora es investigada por el fiscal César Urzúa, de la Fiscalía de Santiago Centro.
Ana María Bravo, que también cayó con ellos, concuerda en que todo fue una trampa. Confía en la inocencia y probidad del ex agente encubierto, pero no está segura si algo lo cambió cuando en 2007 llegó a trabajar a Santiago, porque en ese momento se alejaron. Ya lo había declarado Raúl Castellón cuando lo pintaba como buen funcionario: “Sólo puedo opinar hasta 2008; luego ya no tuve contacto con él de ningún tipo”. El ex jefe de Ajraz en Lebu, el prefecto Neftalí Álvarez, defiende sus capacidades como detective, y aunque duda de que haya sido capaz de traficar droga, no sabe con certeza lo que pasó antes de conocerlo en 2012.
Los fiscales Barros y Cortez rechazan todas las acusaciones y muestran cada una de las pruebas que les permitieron primero llevar a juicio, y después obtener condenas para Ajraz. Fotos, análisis patrimoniales, escuchas telefónicas, testimonios, videos y más. Aseguran que todo lo que plantean el ex PDI y su antiguo informante es mentira y que jamás podrían obtener una condena por 20 años contra alguien basados sólo en una declaración. Pero sí hay algo cierto: está condenado por el tráfico de 17 kilos de cocaína que nunca nadie vio, por prestar una casa para guardar una droga que jamás llegó allí y por una supuesta vida de lujos que tampoco era tal.
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