No hay una definición oficial, pero en Chile se entiende que un “palo blanco” es una persona que participa en una intriga o un montaje para engañar a otros. Alguien que sirve de fachada y que cumple un rol secundario, pero esencial: actúa como distractor y desvía la atención de donde se pudiera estar cometiendo un delito. Es quien deja la vía libre para que se concrete la trampa. Y eso es precisamente lo que Miguel Ángel Becerra empezó a hacer en algún minuto de 2014, luego de que un viejo amigo carabinero lo llamara por teléfono y lo invitara a ser parte de una compleja y extensa red de favores, lealtades, mentiras, codicia y plata fácil. El riesgo era alto, pero el dinero en juego era tanto que Becerra no lo pensó dos veces.
“Me llamó y me dijo que le prestara una factura. Le dije que sí. Cuando nos juntamos en mi oficina me dijo que saldrían unos cheques a nombre mío y que yo me podría quedar con el 10%. Sabía que era un fraude a Carabineros e igual accedí”, reconoció a mediados de mayo de este año, cuando ya todo se había desmoronado y tuvo que declarar como imputado ante los fiscales Patricio Macaya y Jorge Marín.
Fue en esa reunión que pactaron los pasos a seguir. Su amigo, el teniente coronel (r) Juan Guillermo Maldonado, que por entonces trabajaba en el Departamento de Contabilidad y Finanzas de la Zona Oeste de Carabineros, le pasaría a Becerra cheques a su nombre para que los depositara en su cuenta bancaria. Eran montos grandes, de entre $90 millones y $100 millones. Luego él iría al banco y tras guardarse para sí la parte que le correspondía, retiraría el resto en efectivo, lo pondría en un bolso y saldría a la calle como si nada. Iría hasta la salida del Banco Central, donde ambos se encontrarían para hacer el traspaso. Ya con el bolso en manos de Maldonado, cada uno se iría por su lado. Todo eso habría ocurrido unas dos o tres veces, según declaró Becerra, por un total de unos $300 millones. Nunca usaron la factura pactada desde un principio.
Aunque Maldonado incorporó varios nombres a la lista de personas que servirían de vehículo para extraer fondos de Carabineros de forma ilegal, el de Becerra era para él el de mayor confianza. Se conocían desde que eran niños, y aunque se dedicaron a cosas muy distintas –mientras uno se unió a las fuerzas de orden, el otro se convirtió en técnico instalador sanitario–, eran bastante cercanos. Tanto, que incluso ya tenían, desde hacía unos años, un acuerdo para defraudar a la institución por otra vía que nada tenía que ver con la gran estafa que hoy investigan los persecutores liderados por el jefe de la Fiscalía Regional de Magallanes, Eugenio Campos. Un delito paralelo por medio de licitaciones arregladas del cual sólo se supo cuando Becerra lo confesó ante los fiscales y que hasta la publicación de este reportaje, nunca había salido a la luz.
Las únicas 12 órdenes de compra que figuran en Mercado Público a nombre de Miguel Ángel Becerra fueron emitidas entre 2011 y 2016 por alguna unidad de Carabineros. Eran sus únicos clientes del sector público y suman en total casi $117 millones (ver lista). Se le pagó por regularizar la piscina de la Casa de Campo de Suboficiales en La Reina (donde Maldonado estuvo a cargo entre 2011 y 2012), la remodelación de distintas oficinas y talleres, además de algunos trabajos de pintura, entre otros. Antes de que se publicara la licitación de esos servicios en el portal Chilecompra, Maldonado le filtraba la información a Becerra para que viera si le convenía o no participar. Era su socio en las sombras. Si resultaba rentable, Becerra competía por el contrato y Maldonado se aseguraba de que se lo adjudicara su amigo. ¿Cómo lo hacía? Becerra dijo no saberlo. Luego se repartían las ganancias en partes iguales.
Esas licitaciones hoy son parte de una línea que la fiscalía sigue dentro de la misma investigación y que apunta a definir otros hoyos por los cuales se extraían recursos desde Carabineros. Fuentes del Ministerio Público señalan que no serían las únicas operaciones de este tipo y que la indagatoria se enmarca dentro de la arista del posible lavado de activos y la recuperación del dinero malversado.
Pero ese era un negocio sucio que sólo los involucraba a ellos dos. El otro, el de los cheques y los depósitos a cuentas corrientes de terceros, era algo mucho más grande, extenso y coordinado. Radio Bío Bío accedió a diversos documentos contenidos en la investigación del Ministerio Público y encontró a lo menos 50 declaraciones de personas que, a sabiendas o no de que la plata provenía de Carabineros, accedieron a abrir cuentas bancarias y prestarlas a distintos oficiales para recibir depósitos que luego les devolverían en efectivo. Son los que constituyen la red de “palos blancos”. Hay entre ellos funcionarios institucionales activos y en retiro, obreros, ingenieros, mecánicos, transportistas, comerciantes e incluso una profesora. Algunos lo hicieron por necesidad, otros por pagar un favor o por lealtad a sus superiores. Y hay quienes alegan que no les quedó otra, que estaban bajo amenaza, o que simplemente fueron engañados y recién supieron en qué estaban metidos cuando en marzo de este año se destapó el millonario fraude que ya se alza por sobre los $25.500 millones.
Transacciones bajo La Moneda
Cuando al comandante Juan Guillermo Maldonado le tocó declarar a fines de marzo, reconoció que su rol en el entramado era el de reclutar gente “de confianza” que les sirviera a los organizadores de la estafa para extraer el dinero sin manchar sus nombres. Le pagarían $500.000 por cada persona que trajera. A algunos supuestamente los engañó. Fue así que involucró a tres suboficiales bajo la excusa de que se estaba separando y que, para que su esposa no le quitara el dinero, debían prestarle sus cuentas para retirar la plata en efectivo. Ninguno de los tres recibió alguna comisión, ya que asumieron que era un favor que le hacían a un oficial, aunque a uno, al sargento 1° Jaime Astudillo, Maldonado le invitó una bebida.
A Rolando Sanzana, otro suboficial que en su declaración judicial aparece identificado como “obrero”, le depositaron desde Carabineros, sin avisarle, $42 millones de más. A poco de haberse dado cuenta, ese mismo día lo llamó Maldonado y le dijo que había sido un error, que la plata en realidad era para el pago de proveedores, y le pidió que se lo transfiriera de vuelta a su cuenta personal. Así lo habría hecho Sanzana de forma íntegra, sin quedarse con un peso en su poder. En cambio, con Aníbal Lira todo fue distinto: a él, al igual que a Becerra, no tuvo que mentirle.
Lira es técnico electrónico y conoció al comandante Maldonado hace mucho, cuando trabajaba en la Prefectura Norte. Cuenta que lo llamó en 2014, que se juntaron a tomar un café bajo el Palacio de La Moneda y que fue entonces que el oficial le dijo que había “una movida de unos cheques para robarle a Carabineros”. Él regateó su tajada. La oferta inicial de Maldonado incluía una comisión de un 5%, pero luego subió a un 7% y después a un 10%. Aníbal Lira, dueño de una importadora de artículos electrónicos junto a su hijo Jimmy, un funcionario de la Policía de Investigaciones (PDI), había accedido a ser parte del fraude.
Maldonado y Lira se juntaban en una farmacia en el centro de Santiago, donde el primero le pasaba los cheques al segundo. Luego iban juntos a un banco Santander ubicado en Teatinos y retiraban el dinero en efectivo. Lira contó a los fiscales que lo hacía de forma fraccionada, porque “era mucha plata para sacarla de una sola vez”. En alguna oportunidad los habría acompañado el capitán Diego Valdés, colega de Maldonado en el Departamento de Contabilidad y Finanzas de la Zona Oeste de Carabineros y, como dio cuenta un artículo de The Clinic, tanto o más involucrado en el fraude. Del banco se iban al estacionamiento público que está bajo el Centro Cultural de La Moneda. Y era allí, bajo la superficie y a sólo metros de las oficinas del Alto Mando de Carabineros y de las más altas autoridades políticas del país, que “guardaban la mochila con la plata en un vehículo grande, color negro, parecido a un Hummer”, y en seguida se iban. Unos $400 millones se habrían desviado de forma ilícita en esas operaciones.
No fueron las únicas transacciones que se concretaron en ese lugar. Tres años antes, en algún momento de 2011, el mecánico Luis Véliz bajó de un avión que venía de Calama y se encontró con un hombre que no conocía y que lo esperaba en el aeropuerto internacional de Santiago. Se subieron a un furgón y fueron directo al centro de la capital. Se estacionaron bajo La Moneda, descendieron del vehículo y se dirigieron a una sucursal del BancoEstado. Véliz se acercó a la caja y pidió que le pasaran en efectivo todo el dinero que le habían depositado el día anterior en su cuenta de ahorro. Como era tanto, lo hicieron pasar a la bóveda, y en billetes de alta denominación le pasaron $22 millones. Los puso muy ordenados en un maletín y salió del banco. Una vez afuera se lo entregó al hombre cuyo nombre desconocía. Volvieron juntos al estacionamiento y allí le pasaron su comisión: $300.000. Nunca más se volvieron a ver.
“Yo sabía que la cosa no era transparente, que era un negocio irregular. Por eso incluso le oculté a mi señora el motivo del viaje a Santiago”, dijo Véliz a los fiscales, aunque aseguró ignorar que se tratara de platas de Carabineros.
En lo de Véliz, el comandante Maldonado no tuvo nada que ver. A él lo invitó a participar la entonces pareja de su hermana, un proyectista mecánico llamado Carlos Aguilar. Y a Aguilar lo reclutó el mismo hombre que esperaba en el aeropuerto en 2011 y que se llevó el dinero. Véliz dijo que recién se enteró de su nombre una semana antes de declarar: Miguel Bettiz. No es uniformado, sino un civil, un ingeniero en minas que forma parte de una cadena de reclutadores por fuera de la institución. Era sólo un eslabón más; Bettiz era un hombre de Inapaimilla.
La banda de Inapaimilla
Nada tendría que ver en esta historia la sargento 1° Cristina Olivero si no fuera por ese colega que llegó el 9 de septiembre de 2010, según ella sin invitación, a la celebración de su cumpleaños en su casa en Estación Central. Su nombre: José Inapaimilla, por entonces un funcionario civil de Carabineros que al igual que ella se desempeñaba en el Departamento de Gestión Administrativa y Desarrollo Profesional (P3). Se conocían, pero no eran amigos ni cercanos. Era de los que regularmente llegaban con cosas para comer y compartir a la oficina y que a veces invitaba al equipo completo a almorzar y pagaba todo en efectivo. El hermano de la suboficial, el ingeniero civil industrial Javier Olivero, lo conoció esa misma noche. Cuando los fiscales le preguntaron por él, lo definió como alguien que “se desenvolvía muy bien y con mucha facilidad de palabras. Mi padre era sargento y mi hermana también, pero José tenía desplante y un manejo social distinto al de un uniformado”.
Esas cualidades le servirían de gancho para atraer gente al esquema de defraudación. Esa noche les dijo a varios que aunque trabajaba en Carabineros y se sentía orgulloso, también manejaba un negocio de venta de autos y, que por eso pasaba una buena situación económica. Y de paso, les ofreció un negocio: abrir cuentas corrientes para recibir depósitos que luego le tendrían que pasar en efectivo, ya que él supuestamente no podía registrar altos montos por ser funcionario policial. Si accedían, les prometía una comisión.
Al menos dos personas se convirtieron esa noche en “palos blancos” del fraude: Javier Olivero y su socio en una empresa de certificaciones ambientales, Miguel Bettiz (el mismo hombre del aeropuerto). Aunque el primero nunca reconoció su participación directa, hay quienes lo sitúan en el retiro y movimiento de platas. Bettiz, en cambio, lo reconoció todo: que recibió varios depósitos por los cuales recibía un pago de $300.000, que además actuó como reclutador de otras personas y que estuvo encargado de recaudar el dinero que les depositaban; siempre operando para Inapaimilla.
Fue así que se empezó formar, a través del boca a boca, una suerte de banda que llegó a contar con unos 25 nombres en distintas ciudades del país; todo coordinado desde Santiago por el funcionario policial.
Bettiz sirvió de nexo para que sus hermanos Julia y Jorge prestaran sus cuentas corrientes para extraer fondos de Carabineros. También sumó a dos amigos de su niñez, Herman Cortés y Carlos Aguilar. El primero llevaba años radicado en La Serena, mientras que el segundo vivía en Calama. Y la mayoría de ellos, a su vez, sumarían gente. Julia Bettiz, profesora de profesión, atrajo al ingeniero matemático Carlos Cifuentes; Cortés convocó a Arnaldo Pastén, un carnicero del supermercado donde trabajaba como cajero; y Aguilar involucró a los hermanos Luis y Nelson Véliz.
Otra persona que se sumó al entramado fue el preparador físico Guillermo Ulloa, profesor de Bettiz y Olivero en el gimnasio Energy del Mall Plaza Vespucio. Las dos veces que este último declaró, aseguró que ambos lo llevaron a ser parte de la red y que otros dos funcionarios del gimnasio también habrían sido incluidos en el esquema fraudulento.
Pero había también otras vías por las que José Inapaimilla extendió su red. Por un lado estaban los hermanos Edith y Caín Sáez, ambos de la VII Región. Y por otro, los hombres que contrató en 2012 para hacer unas reparaciones en su casa en la comuna de Macul: Mario Yerkovic y Leonel Pinto. A los dos les ofreció una fórmula para ganar “platita extra”. Accedieron sin darle muchas vueltas. Ellos no sólo abrieron libretas de ahorro y recibieron depósitos irregulares, sino que también sumaron a su red de “palos blancos” a otras nueve personas. Muchos de ellos, bajo engaño, lo hicieron como un favor. Terminaron involucrados en uno de los mayores fraudes de la historia de Chile y no obtuvieron ninguna ganancia.
En todo caso, el papel de José Inapaimilla no se limitaba a sólo reclutar gente. Tal como consignó un reportaje de Radio Bío Bío, él mismo reconoció ante los fiscales que era uno de los encargados de alterar los documentos que permitieron la malversación de fondos provenientes de distintas cuentas de Carabineros. Participó en la tramitación y pago de desahucios falsos y generó resoluciones de retiros ficticios que iban a parar a las cuentas de civiles, para así obtener dineros y repartirlos. Por supuesto, no lo hacía solo y cada movimiento que hacía tenía la venia de sus superiores.
Juan Patricio Barrera, un contador que trabajaba en la Tesorería de Carabineros, relató que cada vez que llegaba Inapaimilla con documentos alterados para emitir los pagos, decía que eran órdenes de arriba, que Barrera tenía que darles curso y que, si no lo hacía, tomarían medidas en su contra.
Barrera también aseguró a los fiscales que a mediados de marzo pasado, Inapaimilla fue a su casa una noche y lo amenazó: le dijo que si lo llamaban a declarar, debía decir que toda la plata en efectivo pasaba íntegramente al capitán Diego Valdés, y que de eso él había sido testigo. También le dijo que no podía nombrar en nada al coronel (r) Carlos Cárcamo (ex jefe del Departamento III de Tesorería y Remuneraciones entre 2010 y 2014), porque les estaba pagando los abogados y porque tenía un problema, por lo que no quería que su nombre se viera involucrado. “Si hablas, te voy a joder la vida”, le habría dicho.
Tanto Inapaimilla como todos los demás que recibieron dinero –se lo hayan quedado o no– hoy enfrentan a la justicia como autores o cómplices del fraude. Ya son más 100 personas las que han sido formalizadas en la causa judicial. Y en ese amplio grupo también se encuentran los altos oficiales que estaban al tope de la estructura y sus propios “palos blancos”, a quienes utilizaban para camuflar su participación.
“Favor con favor se paga”
Era marzo de 2017, y mientras cursaba una pasantía en Japón, el médico Claudio Arriagada se enteró por la prensa, a través de internet, que un millonario fraude se había detectado al interior de Carabineros y que una persona que conocía estaba entre los responsables. Se trataba del teniente coronel Héctor Nail, desde 2014 jefe del Departamento III de Tesorería y Remuneraciones de la institución y un viejo amigo de su tío, Boris Valenzuela. Lo llamó de inmediato para preguntarle qué había pasado. Fue entonces que se enteró: “Me dijo que teníamos que conversar porque yo también estaba involucrado”, declaró ya de vuelta en Chile a comienzos de abril.
Arriagada no entendía nada. Si bien conocía a Nail, nunca había prestado su cuenta ni recibido platas de forma irregular. Llamó a otro tío, Jaime Valenzuela, y confirmó que unos carabineros lo habían ido a buscar a su casa y que muy posiblemente lo formalizarían cuando volviera al país, “porque estaba metido en todo”. El traumatólogo de 37 años no lo sabía, pero sus dos tíos y la pareja de uno de ellos eran parte de la trama, “palos blancos” de Nail, y sin preguntarle ni advertirle nada, lo habían incorporado.
Fue así: a fines de 2013, su tío Boris pasaba por problemas económicos y se fue a vivir con él a su casa. En junio de 2014, Arriagada abrió una cuenta bancaria a su nombre, pero para que su tío la manejara de forma exclusiva. Fue en esa cuenta que Nail le hizo dos depósitos por un total cercano a los $80 millones, de los cuales Boris Valenzuela se quedó con el 10%. Arriagada dice que sólo se enteró cuando ya había sido citado a declarar, revisó las cartolas históricas y vio las transferencias bajo la glosa “Carabineros de Chile”.
No era la primera vez que su tío actuaba como facilitador del robo. Tres años antes, en 2011, otro funcionario de Carabineros, el mayor Nelson Valenzuela (uno de los precursores del fraude), lo invitó a participar. También fueron unos $80 millones los que le depositaron esa vez.
De las cerca de 50 declaraciones que identificó Radio Bío Bío, en a lo menos 10 se señala que el vínculo es Nelson Valenzuela y/o Héctor Nail. Pero hay muchas otras personas que consiguieron ayuda para aprovechar la debilidad del sistema de pagos de Carabineros y sacar fondos fraudulentamente. Al menos dos identificaron al coronel (r) Fernando Pérez como la persona que los reclutó; y dos también mencionaron al general (r) Flavio Echeverría cuando les preguntaron por su contacto. Otros nombres que surgieron fueron los del capitán Francisco Estrada, los coroneles (r) Arnoldo Rivero y Jaime Paz, el teniente coronel (r) Robinson Carvajal, el capitán (r) Randy Maldonado y el funcionario Luis Vilchez.
Algunas personas, como el ex funcionario de Carabineros Rodolfo Sepúlveda y el coronel (r) Arturo Rojas, aseguran que aceptaron ser un canal para la extracción de platas como una forma de pagar favores. Otros, como el capitán Sergio Collao, -ex miembro de la escolta presidencial de Eduardo Frei Ruiz-Tagle-, cuentan que los metieron sin siquiera preguntarles. Y hay quienes dicen que si bien aceptaron en un momento ser parte del negocio ilícito, cuando quisieron retirarse no se los permitieron. Ese es el caso del coronel (r) Renato Sarabia.
Sarabia declaró que en 2008, cuando ya llevaba casi ocho años retirado, lo llamó el coronel Fernando Pérez, su antiguo subalterno en el Club de Carabineros: le dijo que le depositaría un dinero, que se podría quedar con el 10% y que el resto se lo tendría que transferir. Le habló de unos $50 millones. “No le cuestioné nada”, señaló Sarabia.
Fueron varios depósitos cuya glosa decía “Carabineros de Chile”, aunque asegura que recién se dio cuenta de eso cuando ya llevaba un año adentro del esquema de defraudación. Cuando Pérez se retiró en 2009, Sarabia siguió operando con otros un tiempo: con el mayor Nelson Valenzuela (2010) y después con el general Flavio Echeverría (2011). Pensó que ahí se acababa todo, pero no.
Cuando en 2015 lo llamaron del banco para decirle que tenía un depósito, ya llevaba varios años fuera del esquema, así que llamó a Echeverría para pedirle explicaciones. El general, por entonces a cargo de las finanzas de Carabineros, le dijo que había sido un error del comandante Nail, y que debía devolver la plata. Sarabia dijo que emitiría un cheque a Carabineros, pero el general lo paró y le dijo que no, que parte de ese dinero era de él, que tenía que operar como en 2011. “Yo le dije que no me venga con huevadas y que mandaría el cheque por el conducto regular”, declaró.
-No mi coronel, no la cague. Ahí hay platas mías. En 2013 contratamos a su hija, y favor con favor se paga. Si devuelve toda la plata por el conducto regular… –recuerda Sarabia que le dijo Echeverría.
El coronel retirado lo interpretó como una amenaza de represalias contra su hija, así que dice que no le quedó más que hacer lo que le pidieron: devolvió todo el dinero fraccionado en transferencia, efectivo, cheque y dólares al comandante Nail. A diferencia de las operaciones anteriores, Sarabia dice que no se quedó con nada en esa última oportunidad.
Revisa a continuación cómo operaba la red de palos blancos y qué declararon ante la fiscalía: