Cuando Alfonso recibió el llamado de José Pereira, su padre, se le nubló la mente. No en sentido figurado. Perdió la consciencia y sus compañeros de trabajo tuvieron que ayudarlo. Eran casi las 8:20 de la mañana del 15 de septiembre de 2023.
Para José tampoco fue fácil. “Se le vino el mundo abajo”, recuerda. Pensó en el sueño que tuvo dos días antes, donde veía a su hijo destruido. Y para él, como mapuche, los sueños eran una revelación.
Por eso, aunque estaban a más de seis horas de distancia, supo que tenía que ser él quien le avisara. Absorbía su dolor porque vivió lo mismo años antes. La única forma que se le ocurrió fue hablarle en mapudungún, su lengua materna. Entendía que era un notición imposible de endulzar.
—Había pasado una desgracia —dice hoy, 11 días después.
Una grande que involucraba a su nieto H. de 10 años y a su nuera Mónica.
—Mi nieto había bajado como 400 metros río abajo y se había salvado, pero la señora se había perdido en el fondo.
Fue porque intentó cruzar a caballo el río Queuco en Butalelbún casi a las 7:20 de la mañana. Tenía que llevar a H. a clases y dejarlo al otro lado. No tenía otra opción, el único puente del sector se desarmaba solo. Llevaba seis años exigiendo una pasarela básica y a cambio puros oídos sordos. La última vez que lo intentó fue un mes antes de que cayera al agua con su hijo porque la corriente estaba intranquila y el frío hipotérmico. Y el caballo no se la pudo. Por eso Mónica Ceballos Larenas murió a sus 30 años.
Una vida juntos
Para llegar a la casa de Alfonso hay que tomar aliento. El camino es desastroso desde la entrada de la Ruta Q-699: no hay pavimentación y los hoyos del camino revuelven el estómago. Las curvas hacen que el trayecto de dos horas en vehículo resulte demoledor, y al mismo tiempo, un placer visual. Las montañas nevadas, el río y la variedad de animales que revolotean son una postal. Una que deja con la boca abierta durante 70 kilómetros.
Antes de llegar a Butalelbún — a cinco kilómetros de donde nació y se crio Mónica— hay que pasar por cuatro comunidades pehuenches. Y antes de entrar en su casa hay que bajar un barranco empinado y resbaloso, cruzar un puente colgante que tiene tablas encima de madera carcomida y subir otra vez esquivando piedras y tierra suelta. Un imposible para niños y para un animal.
Ahí vivían Mónica y Alfonso junto a sus cuatro hijos. Se conocieron en la escuela de Ralco cuando ella iba en séptimo y él en segundo medio. Desde ese momento no se soltaron más, mucho menos cuando fueron padres primerizos. Ella con 15 años.
Antes de eso Mónica vivió en un hogar del Sename: una infancia solitaria, con padres separados que no pudieron cuidarla. Por eso, más que suegros, José Pereira junto a su esposa Cecilia eran figuras paternales.
—Prácticamente, todo lo que ella supo de la vida le enseñamos nosotros aquí, con mi esposa —recuerda José afuera de la casa de su nuera, entre medio del ruido de gallinas, niños jugando a la pelota y el caudal del río Queuco.
En 2012 nació H., su segundo hijo. Cerraron el grupo familiar con cuatro. El último de un año y medio que todavía amamantaba. Siempre quisieron tener un nido grande, sobre todo Mónica que veía que Alfonso solo tenía un hermano —ella ninguno— y no quería replicarlo. Se las arreglaron vendiendo piñones, remedios medicinales y él se fue a trabajar a una empresa de buses. Mónica se especializó en pastelería y vendían por las comunidades cuando podían. A caballo si el tiempo no acompañaba.
—Después nos aburrimos un poco de la pastelería y estampábamos poleras y también tazas —Alfonso sonríe al evocar esos planes juntos— así íbamos de a poquito subiendo, buscando nuestros propios recursos para mantener a nuestra familia con nuestros hijos. Todos trabajábamos cuando íbamos a una feria, todos trabajábamos.
Iban a iniciar un proyecto nuevo en octubre. Ella tenía una máquina de palomitas y él otra para hacer helado. Pensó renunciar en junio para empezar antes y Mónica lo calmó. Lo mejor era que llegara el calor, se derritiera la nieve y ese mes era ideal en la zona. Así que esperó.
Alto Bío Bío: un punto aparte en el mapa
La decisión fue sensata considerando que ese último invierno que vivieron fue destructivo. El peor sin dudas. Si la conectividad era paupérrima, después de la nieve, las lluvias y el desborde del río la mayoría de los habitantes quedaron encerrados en sus casas. Las pasarelas se las llevó el agua y parte de la Ruta Q-699 se desarmó. 800 personas de Butalelbún, Trapa Trapa, Cauñicu y Malla Malla quedaron aisladas. Lo poco que tenían de urbanización se les fue. Tanto así que retrocedieron 10 años en infraestructura y 19 de avance e inversión en la comuna quedaron flotando. A nadie, salvo a los habitantes de estas cinco localidades que conforman Alto Bío Bío —Pitril también—, les importó que estuvieran atrapados.
Afectó también a sus animales porque el cauce del río se modificó. Lo que antes era vegetación ahora son piedras. Pero están acostumbrados a ese “abandono histórico” como ellos y autoridades le llaman. A pedir ayudar y quedar en lista de espera. Por eso fueron ellos quienes arreglaron los puentes y salieron a buscar las tablas caídas para volverlas a reponer. Al menos lo intentaron. El municipio de Alto Bío Bío repuso cuatro. Y dos de esos se limitan a unos carros colgantes que la gente debe tirar como poleas para avanzar. Aún faltan otros 14.
Esa cifra no incluye el puente que Mónica pidió por seis años. Una petición que inició su suegra Cecilia y que cuando murió tomó el relevo. La penúltima reunión en la que insistió fue en febrero. Estaba la delegada regional y provincial en ese momento. Hasta el director de Vialidad. La última fue en agosto.
—En la reunión pidió la palabra. Dijo “necesitamos construir una pasarela, un puente, reparen lo que está” —explica el propio alcalde de Alto Bío Bío Nivaldo Piñaleo— como municipalidad levantamos el proyecto, lo ingresamos a la Subdere pero todavía no tengo resolución para construir esa pasarela.
Ni siquiera se inmuta al decirlo. Sabe que pasa eso con la mayoría de los proyectos que solicita. Burocracia traducida en que Alto Bío Bío recibe menos recursos a través del fondo común municipal. Dicen que es porque la población es menor y los recursos per cápita se reducen. Según el registro del municipio hay 7.189 habitantes. Más que eso, es una comunidad que administra pobreza y a diferencia de otras comunas, tienen que justificar sus proyectos que no cuentan con rentabilidad social, como por ejemplo, explicar que necesitan un puente para cruzar el río y no morir.
Y ni siquiera así hay solución. Pueden pasar años antes de aprobar una idea de conectividad y obtener los recursos suficientes para concretarlo.
—Todas estas comunas cordilleras estamos todavía en pañales, sin necesidades básicas cubiertas —manifiesta Piñaleo.
Sobrevivir por cuenta propia
En Alto Bío Bío no hay agua potable ni alcantarillado. La electrificación llegó hace poco para algunas familias. Para hacerlo debieron hacer una consulta indígena y preguntar lo obvio: ¿quieren un servicio básico? Aun a fines de este siglo siguen trabajando para que la luz alcance para todos. A veces se corta por días o meses.
Es tanto el desamparo que las postas rurales y los colegios funcionan sin resolución sanitaria. Si se ajustaran a la normativa no habría salud ni educación en la zona, dice su alcalde. Eso se traduce en que generalmente deben decidir qué prefieren.
Pasó con el colegio donde estudia H. Antes era un internado y los 87 alumnos inscritos tenían la opción de pasar el invierno adentro de la escuela sin exponerse a la nieve o a transportarse en caballo. Como hubo poco quórum entre los mismos papás, la subvención que entrega la Fundación Juan XXIII no alcanzó para pagar los sueldos de quienes debían resguardar 24/7 a los niños. Ahora las camas están llenándose de polvo.
—Los apoderados insistieron en que pusiéramos un furgón escolar —aclara la encargada de la escuela, Patricia Díaz— entonces se prefirió el furgón escolar antes que el internado.
Por eso el 15 de septiembre Mónica salió temprano de su casa con H. El furgón en Butalelbún pasaba a las 7:30 de la mañana y tenía que traspasar el río antes para alcanzar el camino principal. En reuniones de apoderados Mónica planteó que el horario no era favorable.
—Ella decía que el furgón arriba pasaba muy temprano pero no teníamos otra opción de horario. Nosotros funcionamos con un furgón —detalla Patricia.
“Por suerte me enseñaste a nadar”
Ese viernes sólo tenían dos bloques de clases con asistencia obligatoria: cuatro horas en total. Mientras ensillaba el caballo, H. tomaba una leche caliente. Sus hermanos pequeños dormían. A las 7:06 le envió un mensaje a Alfonso que iba rumbo a Santiago.
“Buenos días mi amor. Espero que hayas amanecido bien. Que tengas un excelente día en el trabajo”.
Salió cerca de las 7:20. Eran 500 metros a caballo. La corriente del río esa mañana estaba salvaje. Cuando lo cruzaron, el animal se fue hacia adelante y ambos cayeron al agua. Mónica agarró el zapato de su hijo para intentar sacarlo. Él empezó a nadar desesperadamente y logró sujetarse de una rama de sauce.
—Yo me salvé solo, por suerte que en el verano me enseñaste a nadar —le reveló H. a Alfonso horas más tarde— pero mi mamá se fue, la vi que se estaba yendo para abajo y desapareció.
Cuando logró salir del agua fue corriendo a pedir ayuda a una tía que estaba al otro lado del río. Empapado todavía salieron a encontrar a su mamá y alertar a los vecinos. Uno de ellos llegó hasta la escuela y los profesores se unieron a la búsqueda. Patricia llamó al paramédico de la posta.
Cerca de las 8:30 la encontraron a 800 metros río abajo (ver mapa). Le hicieron reanimación por dos horas; se turnaron entre el profesor y el paramédico. El colegio tuvo que ceder su desfibrilador porque la posta no tenía uno y la trasladaron allá. Ni siquiera tenían conexión de celular porque las antenas instaladas son ínfimas.
—Trajimos a la doctora porque ese día no había señal. Estaba pésima la señal y sólo podían hacerse llamadas wifi —cuenta la encargada de la escuela— tuvimos que traer a la doctora hacia acá que vino en la ambulancia. Ella se pudo comunicar con nuestro teléfono del colegio.
Para entonces, H. estaba en su casa cambiándose de ropa y bebiendo algo caliente. Sus dos hermanos menores seguían durmiendo. Su hermana mayor venía de Yumbel viajando a Alto Bío Bío. Estaba en el internado. Alfonso estaba paralizado después de recibir la llamada de su padre y los otros chóferes intentaban contenerlo. Estaba lejos, cerca de Curicó y aún faltaban casi siete horas para Butalelbún.
Los únicos que se atrevieron a llegar a su casa fueron sus propios vecinos.
—Nosotros no cruzamos hacia el otro lado del río por lo peligroso igual que era en el momento, sólo nos comunicamos con el alumno por teléfono —rememora Patricia.
Fallar como Estado
El sueño que tuvo José dos días antes lo dejó preocupado. El jueves 14 llamó a Mónica y le preguntó si estaba bien. Si sus nietos también lo estaban. A la mañana siguiente le otorgó un significado a todo.
—¿Qué están esperando? ¡Que pase una tragedia para que hagan unos puentes! ¿Y qué sucedió? ¡Sucedió la tragedia pero todavía no hay puente! —se aflige José— Somos los últimos de conexión de la sociedad. Necesitamos también que el Estado responda a nuestras necesidades básicas. No les pedimos una casa, no les pedimos un avión, les pedimos un puente. Algo básico.
Aunque la muerte de Mónica espantó a algunas autoridades, no es la primera vez que ocurre un hecho así. El lonco de la comunidad de Butalelbún, Roberto Manquepi, lamenta que sean tragedias que a nadie le importen lo suficiente como para actuar. El año pasado un niño de nueve años murió en Quilaco porque no alcanzó a llegar al servicio de salud. La distancia era muy larga y el camino en mal estado.
—Han habido accidentes a caballo porque hay personas que han desaparecido varios meses y después se encuentran muertos cuando baja el río —detalla el lonco— Siempre estamos pidiéndole ayuda al gobierno, pero muchas veces eso queda en espera, en promesa y muchas veces se nos ignora la necesidad que tiene la comunidad.
Cuando el Presidente Gabriel Boric visitó la zona —dos veces en menos de 30 días— se comprometió a entregar forraje y mejorar el camino. Quienes estuvieron presentes en la segunda cita del 27 de julio revelan a BBCL Investiga que quedó conmovido por las precarias condiciones en las que vivían. Hasta se subió a un carro para cruzar el río Queuco. El forraje, eso sí, nunca llegó y las pasarelas menos.
En esa oportunidad, remarcó que existe “una tremenda deuda por parte del Estado, porque no ha tenido las oportunidades que merece”. 50 días más tarde, kilómetros río arriba, Mónica murió.
La delegada presidencial provincial del Bío Bío, Paulina Purrán, conoció a Mónica en febrero cuando ella misma exigió una pasarela. Le hizo un seguimiento a su solicitud en la Secplan del municipio y se incluyó la habilitación de la pasarela en el plan de emergencia de la Subsecretaría de Desarrollo Regional. Al ser un camino rural, el Ministerio de Obras Públicas no pudo ni puede tener ninguna injerencia ahí. Por eso acusa que ese tipo de protocolos impide llegar con soluciones rápidas.
—Perdimos una vida nuevamente a causa de que hemos fallado como Estado, donde todos somos responsables. No hemos sido capaces de entregar un mínimo de seguridad a una madre para poder trasladar a su hijo al colegio —se descarga la delegada— El Estado ha tenido una deuda histórica con comunas como Alto Bío Bío, Quilaco y Santa Bárbara.
Ahora la gente anda a caballo y cruza los ríos así. No porque quieran, sino porque no tienen otra opción o no podrían acercarse a las escuelas ni las postas.
Alfonso se encargó de contener a sus hijos y masticar el dolor. Tragarlo está lejano. Hasta ahora no han creado una pasarela nueva. Nunca existió realmente. Las únicas veces que hubo un par de tablas fue porque ellos mismos las martillaron.
—No quiero un puente para vehículos, lo que quiero es pasar a mi hijo solamente —expresa Alfonso.