El ser humano llevaba milenios domesticando las plantas a través del cultivo selectivo para potenciar aspectos favorables, antes de que, en los años 70, se transfirieran por primera vez genes extraños al material genético de otra planta, creando a las llamadas plantas transgénicas.
Fueron tachadas “plantas Frankenstein” cuando entraron en los supermercados en la década de 1990. A pesar de varios estudios a largo plazo que confirmaban su inocuidad alimentaria, los detractores señalaron problemas de salud, por lo cual su uso sigue restringido en muchas partes, hasta el día de hoy. En Alemania, por ejemplo, su cultivo no está permitido en absoluto.
Ahora llega una nueva tecnología de ingeniería genética: las “tijeras moleculares” CRISPR, que permiten manipular directamente los genes de plantas, animales e incluso humanos sin necesidad de añadir genes externos.
¿Las nuevas plantas transgénicas alimentarán al mundo?
La industria agrícola anuncia que esta nueva tecnología será crucial para garantizar el suministro de calorías a una población mundial que se espera llegue a 10.000 millones de personas en 2050.
El Foro Económico Mundial aboga por las nuevas tecnologías. Por un lado, podrían utilizarse para aumentar la resistencia de cultivos a “nuevas plagas engendradas por el cambio climático”. Por otro, los proprios cultivos podrían aportar a reducir las emisiones si se modificaran genéticamente para absorber más CO2 de la atmósfera, según un informe de la organización.
Un proyecto de investigación de EE.UU., por ejemplo, pretende optimizar la capacidad fotosintética de alimentos básicos como el maíz y el arroz.
Los reparos de los críticos
Anneleen Kenis, profesora de ecología política y justicia medioambiental en la Universidad Brunel de Londres, duda de que las plantas transgénicas puedan resolver el problema principal del cambio climático. De hecho, los nuevos organismos genéticamente modificadas (OGM), contribuirían a apuntalar el mismo “sistema agroindustrial que tiene gran parte de la responsabilidad de haber provocado el cambio climático”.
La producción de alimentos es actualmente responsable de un tercio de las emisiones globales y, al menos en EE.UU., más de la mitad de la tierra cultivada está ocupada por plantas transgénicas. Según las investigaciones de Kenis, muchos son monocultivos, por lo cual requieren grandes cantidades de pesticidas, agua y fertilizantes artificiales.
“Es un sistema que consume muchos recursos. No es sostenible reforzar este sistema aún más”, dice la profesora. Además, en última instancia, saldrían beneficiados los mismos “gigantes agroindustriales”, ya que no solo controlan la venta de semillas, sino también el suministro de pesticidas y fertilizantes, afirma Kenis a DW. Hoy en día, las compañías Bayer, Corteva, ChemChina-Syngenta y BASF controlan el 60 por ciento del mercado de semillas.
También subraya que el mismo sistema que ahora promete una solución global no ha sido capaz de “alimentar a grandes partes de la población en varias partes del planeta”.
“Ingeniería genética verde”
Jennifer Thomson es profesora emérita de biología molecular de la Universidad de Ciudad del Cabo. Asesoró a la Naciones Unidas y el Foro Económico Mundial durante décadas con respecto de los OGM. Según su punto de vista, los OGM con mayor “resistencia a los insectos, son un regalo del cielo” para los agricultores pequeños del sur de África.
Sin embargo, casi la mitad de los participantes de una encuesta mundial expresaron dudas sobre la idoneidad de los OGM para el consumo humano.
El “argumento climático” a favor de OGM
De vuelta a Londres, la científica Kenis rechaza el uso del “argumento climático” en el debate sobre las plantas transgénicas. Según Kenis, muchos OGM no están diseñados para ser mejor adaptados a condiciones climáticas desfavorables, sino para prolongar su vida útil.
Esto podría contribuir a reducir el desperdicio de alimentos perjudicial para el clima, pero esta ventaja queda anulada por las largas rutas de transporte, afirma.
Resalta que cualquier alternativa ecológica a los cultivos no solo debe pretender que las plantas sean no-nocivas, sino también fomentar una mayor diversidad biológica que pueda volver los ecosistemas más resistentes al cambio climático.