Álvaro Promis vio en las noticias alemanas la erupción del volcán Chaitén el 02 de mayo de 2008, el más violento registrado en el país desde la erupción del volcán Quizapú de 1932. Las imágenes mostraban la columna de cenizas y gases que alcanzaba cerca de 20 kilómetros de altura, que llegaba incluso a Argentina, y a los habitantes evacuados de sus pueblos al sur de Chile, normalmente verdes, convertidos en lugares grisáceos, completamente cubiertos de ceniza.
Vio a las personas intentando salvar sus perros, sus vacas, y también vio, algunos días más tarde, como la enorme masa de tierra que había sido removida tras la explosión era arrastrada por el río Blanco inundando, como un alud, al pueblo de Chaitén.
Promis estaba en Alemania haciendo un doctorado en ecología de bosques. Estudiaba los factores que influyen en su diversidad biológica y en su regeneración natural por lo que, más allá de la catástrofe, pensó que Chaitén podría ser un buen laboratorio natural.
En 2012, ya de regreso en Chile, se embarcó de manera independiente, sin auspicio ni apoyo económico alguno, en la investigación del renacimiento del bosque que fue destruido por la erupción.
Ocho años después, este ingeniero forestal, profesor en Ecología Forestal de la Universidad de Chile, ha reunido interesantes hallazgos de la impresionante recuperación de la naturaleza. Mongabay Latam conversó con él sobre sus observaciones y sobre la gran resiliencia del bosque.
¿De dónde nace la inquietud de observar cómo se recuperaba el bosque tras una erupción?
Me interesa mucho el tema de los disturbios o perturbaciones dentro de los ambientes naturales para entender el proceso de crecimiento y de formación. Cómo después de que se produce destrucción, muerte, la misma naturaleza responde.
Lo que pasó con el volcán Chaitén es muy interesante porque es un ambiente muy poco intervenido por la acción humana. El pueblo es pequeño y la cantidad de gente que siempre ha vivido en esa área, es poca.
Cuando estuve de vuelta en Chile, en 2012, dije: “bueno, hagamos algo”. Me puse en contacto con la gente de Tompkins Conservation, que yo conocía desde hace varios años y con la cual siempre mantuve comunicación, y nos instalamos en el verano del año 2012. Esa fue la primera vez que fuimos a verificar lo que estaba pasando, cuatro años después de la erupción.
¿Cómo estaba el lugar?
La erupción del Chaitén fue una explosión repentina. Lo que llaman una “explosión lateral”, es decir, toda la ladera del volcán que da hacia el mar, que se ve desde la carretera Austral y que estaba cubierta por bosque, salió expulsada. Se destruyó todo el espacio.
Después de eso cayó mucha ceniza, mucho piroclasto (fragmentos sólidos de material volcánico) de distintos tamaños salió expulsado y gases incandescentes.
Lo que había sido un bosque grande, viejo, con estructura de árboles muy grandes, se quemó por los aires y los flujos de agua caliente que manaron desde el volcán.
Entonces había una mezcla de árboles muertos chamuscados en pie, con grandes rocas y terreno totalmente descubierto, sin vegetación.
Solamente hemos estado haciendo seguimiento en ese sector de la montaña, porque no se puede ingresar hacia la otra área. Es muy difícil. No hay caminos.
¿Qué hicieron en ese primer viaje?
Cuatro estudiantes de ingeniería forestal que estaban haciendo su tesis fueron a hacer las mediciones. Pudimos trabajar 12 días. No teníamos más tiempo y no teníamos más recursos, porque todo esto lo hacemos sin apoyo económico. Todo sale de nuestros bolsillos, pero siempre apoyados por Fundación Thompkins que nos presta apoyo local con alojamiento y transporte para poder movernos de un punto a otro. En ese primer viaje nos consiguieron una casa rodante donde poder alojarnos.
Dijimos, “vamos a hacer la cantidad de parcelas, de puntos de muestreo, que podamos durante estos 12 días y que el clima nos deje”, porque siempre está lloviendo y se pone frío lo que significa que no podemos estar todo el día trabajando. Pudimos poner 50 puntos.
¿En qué consisten esos puntos?
En cada punto establecimos un área de trabajo que llamamos parcela y que delimitamos por un cuadrado. Allí registramos todas las especies de plantas que hay y cuánta cobertura están ocupando. La primera vez el cuadrado fue pequeño, de cuatro metros por cuatro metros, porque había muy poquitas plantas.
Todas la parcelas eran muy diferentes. No se repetían mucho las especies. Entonces eso hizo que el trabajo fuera lento. Además, como había tanto tronco tirado, tanta roca, era difícil caminar. Nos demorábamos mucho en ir de un punto a otro porque no hay senderos. Hay que caminar por el cerro totalmente removido y hay que pasar por encima de troncos de un metro o de dos metros de ancho para seguir avanzando.
En ese momento, a cuatro años de la erupción, ya un 20% por lo menos del suelo se estaba empezando a cubrir por plantas. Todas rastreras. Encontramos, en total, 34 especies.
¿Luego en qué año volvieron a ir?
La segunda vez fue en 2016. Fuimos tres personas y nos quedamos en el mismo Parque Nacional Pumalín, que en esa época pertenecía todavía a la Fundación Tompkins y era santuario de la naturaleza. La tercera vez fue el año pasado, en 2020. Con lo del covid era complejo andar con gente así es que solo fuimos yo y Úrsula Partarrieu, quien fue de estudiante en la primera visita y luego, como profesional, siempre ha querido volver. Nos quedamos en Santa Bárbara, un pueblito cercano.
En 2016 no pudimos llegar a los 50 puntos de muestreo. En la zona pueden llover 3000 milímetros al año y si el cerro está sin vegetación esos 3000 milímetros caen sobre el suelo, y se producen movimientos de tierra y de erosión muy fuertes. Hay 10 puntos a los que nunca más hemos podido regresar porque se produjeron grandes socavones de terreno y no andamos con cuerdas ni con herramientas de escalamiento para poder bajar y volver a subir esas grandes quebradas que se fueron formando.
¿Entonces solo le han dado seguimiento a 40 parcelas?
Así es, pero las vamos agrandando. En la primera visita las hicimos de cuatro por cuatro y en la segunda las hicimos de seis por seis cada una, porque encontramos una mayor cantidad de plantas. Entonces, para que pudieran ser bien consideradas todas, tuvimos que agrandar el espacio. En la última visita de 2020 ya fueron parcelas de 10 por 10.
Si la primera vez encontraron 34 especies, ¿Cuántas había la segunda y la tercera vez?
En 2016 encontramos 64, es decir, casi el doble. Pero todavía no he podido terminar de hacer el análisis de la data recogida en 2020, porque justo cuando llegamos de regreso a Santiago se instalaron las cuarentenas, debido a la pandemia, lo que no me ha permitido trabajar en el laboratorio.
A simple vista, ¿Qué es lo que pudieron observar?
En la primera visita, la mayor cantidad de plantas que se estaban empezando a instalar eran herbáceas, muchos helechos y plantas chiquititas. En la segunda visita, lo que ya estaba presentándose con alta cobertura eran formaciones de especies arbóreas que conforman bosque. O sea, mucha planta leñosa que son de larga vida. Entre ellas observamos que ya está apareciendo coigüe (Nothofagus dombeyi), canelo (Drimys winteri), notro (Embothrium coccineum). Hay mucho tineo (Weinmannia trichosperma) que da una flor roja preciosa, ulmo (Eucryphia cordifolia), tepa (Laureliopsis philippiana), arrayán (Luma apiculata), luma (Amomyrtus luma), tepú (Tepualia stipularis), entre otras.
También se estaban empezando a instalar dos especies de enredaderas. Eso es interesante porque ellas necesitan vivir en las plantas arbóreas para poder acceder a la luz.
Y lo otro muy interesante, es que en la última visita, el año pasado, nos encontramos con que también ya hay otras plantas que se llaman epífitas. Ellas viven en la sombra, a expensas de los árboles. No son parásitas, pero necesitan poder instalarse en los troncos, en las ramas o en las hojas de los árboles porque a través de ellos acceden a nutrientes.
Entonces, en esta sucesión ecológica, estamos viendo que al principio hay muchas plantas herbáceas, en la segunda instancia ya se está instalando el bosque y ahora también se están instalando plantas que viven sobre los árboles. Así, de a poco se va acumulando diversidad y vemos cómo el lugar se está acercando a lo que debería ser un bosque en la situación más natural.
¿Cómo describiría el paisaje actual?
Yo creo que las personas, si lo ven, pueden entender que esto más bien parece matorral, pero en realidad es un bosque inicial.
¿Han visto cambios en la fauna?
No hemos hecho seguimiento a la fauna. Pero el año pasado me encontré con puntos donde había mucho olor a gato montés, a gato de montaña. Entonces no sabría decir si son pumas (Puma concolor) o gato colocolo (Leopardus colocolo), pero hay unos sectores en los que llegábamos a trabajar y sentíamos mucho olor a gato y eso no lo había percibido antes. También me encontré con ranas, pero eso puede darse en cualquier situación con alta concentración de agua.
¿Cuál es la conclusión que hasta ahora saca de lo estudiado?
Que la resiliencia de la naturaleza, en estos ambientes, es muy grande.
La fotografía de arriba muestra cómo era el paisaje la primera vez que fuimos, el año 2012. La fotografía de abajo es del año 2016, ocho años después. Hoy día se ve más o menos similar aunque las plantas están un poco más altas.
¿A qué se refiere al precisar que “en estos ambientes” la resiliencia es grande?
Es un sector donde llueve mucho por lo que no tenemos problemas de escasez de agua. Pero sobre todo es un sector que está lejos del pueblo y que no tiene un uso ganadero intensivo. No hay un uso del suelo y eso ha permitido que el mismo bosque se vaya recuperando por diferentes vías. Una de ellas es a través de las semillas que llegan volando. El tineo y el coigüe llegan por semilla porque estás son muy pequeñitas y vuelan muy lejos. El viento en ese sentido es un importante diseminador. Al mismo tiempo están llegando muchas otras plantitas que son diseminadas por aves que se las comen o por el mismo zorro.
Pero el bosque también se recupera gracias a la capacidad que tienen muchas de estas plantas de rebrotar, regenerar. Tú puedes ver un tronco quemado, pero desde las bases se pueden estar generando nuevos brotes. Es lo que en la ecología llamamos el legado biológico. Tras la erupción, quedó parte de la estructura biológica anterior, restos de troncos, restos de ramas de las cuales brotan de nuevo las plantas y eso permite que la recuperación sea mucho más rápida.
Entonces, una cuestión importante que hemos podido ver es que el bosque tiene la capacidad de recuperarse si es que no se hace un uso del territorio. Si no se le pone, por ejemplo, ganado encima. Si no se retira la madera del lugar. Si no lo modificamos más de lo que ya fue modificado.
Este artículo fue publicado originalmente en la revista internacional de conservación natural Mongabay Latam.