Ricardo Yépez aprendió a “leer” las huellas de las personas y de las tortugas en la arena el día en que, con solo siete años, no pudo encontrar a su papá en la playa para entregarle su desayuno.
Marcelino Yépez, papá de Ricardo, recorría a pie kilómetros de la costa norte de Veracruz (en el Golfo de México) rescatando tortugas enredadas en atarrayas (redes), lastimadas, enfermas, y asegurando nidos, en un campamento que él mismo creó, para que no fueran saqueados.
“Don Marcelino es el que empezó a hacer actividades de protección, pero de manera individual, sin cuestión de lucro ni nada”, dijo Guillermo González Padilla, asesor del Centro Mexicano de la Tortuga”.
La familia Yépez comenzó a salvar tortugas marinas en 1967 en El Raudal, un pequeño poblado de pescadores que se encuentra en el municipio de Nautla, entre el mar y la carretera costera que une el sur con el sureste del país.
Después de 54 años, su labor sigue vigente y la llegada de tortugas —tortuga verde (Chelonia mydas), laúd (Dermochelys coriacea), boba (Caretta caretta), carey (Eretmochelys imbricata) y golfina (Lepidochelys olivacea)— ha aumentado exponencialmente.
Esta es su historia.
Los secretos de las huellas
Ricardo Yépez nació un día en que su mamá, doña Librada Gerón, con el embarazo avanzado, intentaba liberar a una tortuga grande atrapada en una red. La jaló con fuerza y rompió la fuente.
“Ella jaló la tortuga con la panza grande”, contó Yépez, convencido de que “como en todas las tribus del mundo”, a él sus padres le pasaron “el chip” de lo que hacían.
Cuando la familia de doña Librada y don Marcelino comenzó con los recorridos por la playa eran tiempos en que el saqueo de tortugas y sus huevos era intenso, y no había leyes que las protegieran, por lo tanto, quien intentaba conservarlas lo hacía por cuenta propia. Y por riesgo propio.
Ricardo Yépez recuerda desde su casa de la comunidad de El Raudal, a unos metros del mar, los tiempos en que su padre fue quitándole horas a sus jornadas de trabajo en la pesca para dárselas al cuidado de las tortugas sin ninguna recompensa monetaria a cambio.
Cinco de las siete especies de tortuga que existen en el planeta llegaban ahí, prácticamente a su patio, y estaban siendo atacadas por cazadores furtivos sin ningún control.
Había que defenderlas. Para lograrlo, hacían recorridos diurnos y nocturnos para encontrarlas antes que los cazadores, hallar los nidos y llevar los huevos al campamento (que es su casa) para resguardarlos, esperar a que nazcan las tortugas y soltarlas en la playa de manera segura.
Fue así como a Ricardo Yépez le asignaron la labor de llevarle comida a su papá, ya entrada la mañana, cuando don Marcelino llevaba ya varias horas de recorrido. El día en que no pudo encontrarlo —contó— fue angustiante para él. Llegó de vuelta a su casa con el refrigerio intacto sabiendo que su papá andaba lejos, bajo el sol con un intenso calor y en ayunas.
Aquel día, camino de regreso a casa, don Marcelino Yépez descubrió las huellas de su hijo detrás de otras que no eran las suyas. El niño se había confundido.
Entonces sucedió un hito en la vida del hijo: “Mi papá me enseñó a estudiar las huellas en la playa”.
El refrigerio no le faltó nunca más a don Marcelino durante sus largas marchas por la playa y a Ricardo Yépez no se le volvió a perder su papá. Las huellitas del hijo siempre fueron quedando cerca o encima de las del padre.
Después supo asociar las huellas de otras personas, y eso le sirvió, por ejemplo, para saber quién les robó un día el robalo recién pescado. Luego aprendió a identificar los rastros de las tortugas.
“Si aprendí a diferenciar las huellas humanas y ponerle nombre, imagínate cuando mi papá me enseñó a leer las huellas de las tortugas”, dice Ricardo Yépez. “Una huella puede decirte el nombre de la especie, te indica si la tortuga viene enferma o no (por la forma de caminar)”, asegura, porque “la tortuga enferma arrastra la panza, los pasos son más cortos, dejan como una pincelada. Te das cuenta cuando la tortuga viene enferma, tiene un fibropapiloma, un tumor, o trae un pedazo de red atorada, o un anzuelo”, cuenta.
¿Por qué arriesgar la vida, papá?
La primera vivencia que Ricardo Yépez recuerda haber tenido con una tortuga fue el hallazgo de una huella gigantesca durante un recorrido con su padre. Don Marcelino, sorprendido, identificó que se trataba de un descubrimiento único.
El hombre se recostó sobre el rastro de la tortuga, que era más grande que él. Todo indicaba que se trataba de una tortuga Laúd (Dermochelys coriácea), la más grande de todas las tortugas marinas, que puede llegar a pesar más de 600 kilos y tener un caparazón de dos metros. Siguieron su rastro y ahí estaba:
“La vimos cavando. Se sentó mi papá, la contempló y lloró. Me dijo: ‘Esa tortuga es la que vi con tu abuelo’. Me toma la mano, me la pone encima de la tortuga, pone la de él encima de la mía. ‘No creo que en tu vida vuelvas a ver una tortuga Laúd’”.
A ese primer recuerdo de sus recorridos iniciales por la playa de El Raudal, le siguen otros, como haber sido testigo de derrames de petróleo, de naufragios, de ahogados, de basura y paquetes sospechosos que alguien perdió mar adentro.
Roxana Yépez, hermana de Ricardo, contó que la familia vivía en una vivienda sumamente humilde y que en ocasiones les costaba entender tanta dedicación de su padre a las tortugas. “Cuando eres niña no entiendes muchas cosas. Ver que hay tantas necesidades en casa y que tu papá se gasta el dinero en tortugas, no lo entiendes”.
Se preguntaban también ¿por qué don Marcelino se metía nadando al mar para liberar tortugas atrapadas en redes, haciendo enojar a los cazadores y arriesgándose a quedar atrapado también él y ahogarse?
“Es duro ver que quieren golpear a tu papá porque se metió a cortar una red que atrapó una tortuga”, dijo.
Ricardo Yépez también tiene recuerdos, como el hallazgo de la tortuga Laúd y las competencias con su padre para ver quién encontraba más rápido los nidos para resguardar los huevos.
“Él se agarraba a machetazos con los cazadores furtivos. Me tocó muchas veces que me dijera: ‘Escóndete’. Y de repente verlo sacar el machete, agarrarse a machetazos”, cuenta.
“¿Por qué te metes en tantos problemas por las tortugas, papá?”, pregunta Roxana Yépez, como si don Marcelino aún estuviera con vida.
El álbum y la carta que una niña entregó al presidente
Durante décadas, a partir de los 50, México fue omiso en el cuidado de las seis especies de tortugas que llegan a sus costas del Atlántico y del Pacífico. “En los 50 y 60 se empezó a explotar muchísimo a la tortuga. Se mataban tortugas adultas en el mar y se sacaban los huevos en la anidación, entonces no se completaban los ciclos”, contó Guillermo González Padilla, el asesor del Centro Mexicano de la Tortuga.
Esto, de acuerdo con el especialista, causó inquietud en la comunidad internacional que comenzó a ejercer presión sobre el gobierno mexicano para que regulara la explotación de las tortugas y sus nidos.
“Empieza a haber una presión de organismos internacionales para que México se sumara a los países que empezaron a proteger a las tortugas”, cuenta González Padilla.
Mientras la presión hacia México crecía a través de los canales diplomáticos, en casa de los Yépez se cocinaba algo más, un golpe de efecto que comenzó a planearse cuando se anunció que el presidente, Carlos Salinas de Gortari, iría a Veracruz (a 146 kilómetros de El Raudal) para inaugurar un acuario.
La familia se reunió para escribir a mano una carta. “La hicimos de puño y letra mi papá, yo y mis hermanos, todos juntos en la casa. Todos en un mismo proyecto. Fue en una hoja de papel de cuadros de un cuaderno”, recuerda Roxana. Don Marcelino, además, preparó un álbum de fotos del trabajo que los Yépez realizaban con las tortugas. La idea era entregarle ambas cosas en la mano al presidente de México.
El objetivo era que el gobierno mexicano emitiera un decreto que protegiera a las tortugas y la niña Roxana, que tenía siete años, sería la encargada de entregar la carta y el álbum cuando el presidente llegara al aeropuerto.
Llegó el día. Don Marcelino y su hija Roxana Yépez estaban tras una valla de protección por donde pasaría el presidente. La niña llevaba la carta doblada dentro del álbum de fotos.
“Había demasiada seguridad. Estábamos esperando con cientos de personas. Llega el avión y mi papá me carga y me pasa la valla de seguridad donde estaban todos los exgobernadores de Veracruz y Dante Delgado (quien era el gobernador en funciones)”, cuenta.
Un guardia de seguridad, narra Roxana Yépez, la regresó pero la misma gente que estaba ahí la ayudó a cruzar nuevamente la valla. “Yo salí corriendo. Escucharon los gobernadores el escándalo, volteó Dante Delgado y me llamó. Me tomó de la mano”.
Entonces Roxana Yépez cumplió con la tarea que le había encargado su padre. “Yo tenía que llegar con el presidente, lo tenía que saludar, le tenía que decir lo de las tortugas: que en un pequeño municipio se estaban cuidando las tortugas marinas, animales que estaban extinguiéndose. Dante Delgado paró a los de seguridad porque iban tras de mí para sacarme de la valla”.
Finalmente, Roxana recuerda que Dante Delgado le dijo al presidente: te presento a una niña conservacionista. En ese momento, le entregó el álbum y la carta a Carlos Salinas de Gortari y le dijo: “Por favor ayúdenos a cuidar las tortugas”.
El presidente escuchó el mensaje que la niña de siete años tenía para él y le respondió que tomaría una decisión al respecto.
Era 1990. Ese mismo año un decreto presidencial estableció el marco legal de protección de las tortugas marinas en México.
La familia Yépez sabe que en ese mismo año la presión internacional sobre México era fuerte, y que tal vez con o sin la entrega de la carta y el álbum, igual hubiera salido el decreto, “pero nos sentimos muy orgullosos de haberlo invitado a legislar en algo tan importante”, dice la hija de don Marcelino.
Cuando Roxana y Ricardo Yépez eran niños, encontraban dos nidos de tortugas al año en las playas de El Raudal. Actualmente se han registrado hasta 400 nidos por noche.
Las tortugas marinas en México están protegidas por la Norma Oficial Mexicana NOM-059-SEMARNAT-2010 en la cual se consideran como especies amenazadas.
El legado de doña Librada
Don Marcelino Yépez falleció en 1998, pero el campamento que fundó junto a doña Librada Cerón y sus hijos continuó creciendo en infraestructura y en volumen de trabajo y, por lo tanto, en número de tortugas salvadas.
Guillermo González Padilla, aunque ahora está en Oaxaca (en el Pacífico), fue también fundador de otros dos campamentos tortugueros en Veracruz, cerca de El Raudal. Ayudó a descubrir una playa en las inmediaciones donde hay entre 3000 y 5000 anidaciones de tortugas de diversas especies y sabe que la población de la Tortuga Verde en el Golfo de México ha aumentado “gracias a los trabajos de protección que empezó a hacer don Marcelino”.
González Padilla considera que doña Librada Cerón ha sido “pionera” y “fundamental” en el trabajo que siguió después de la muerte de don Marcelino.
“La señora Librada es una persona muy conocida entre las comunidades de protección. Se iba a caminar cinco o diez kilómetros y ahí venía cargando los huevos de tortuga. Lo hacía de gusto, no por cuestiones económicas y de tomar ventaja de esta actividad. Era por amor a la protección y la conservación de las tortugas”, contó el especialista.
Ella y su hijo Ricardo vieron un día las huellas de otra tortuga Laúd. “Para mí, el ver a una tortuga es ver a mi papá, tocar una huella es recordar a mi papá. Era su pasión”, cuenta Ricardo Yépez. Entonces hizo lo que don Marcelino aquel día cuando encontraron por primera vez el rastro de una Laúd: “Me tiré ya como hombre en la huella como lo hizo mi papá”.
Después de la edificación del campamento tortuguero (ahora manejado por el gobierno de Veracruz, pero dirigido por doña Librada Gerón) fue creada la Fundación Yépez. No más violencia ni machetes. Ahora —de acuerdo con Ricardo Yépez— el trabajo de don Marcelino evolucionó hacia la educación.
“Mi pasión es la educación ambiental. Tener un auditorio enfrente. Sé rescatar tortugas, rastrearlas, detectar los nidos, pero eso para mí era un juego, lo aprendí jugando”, dice.
Entre los trabajos de la fundación está recorrer un total de 36 kilómetros de playa en labores de vigilancia e invitar a voluntarios, investigadores y estudiantes a la Fundación.
A su manera, Ricardo Yépez sigue el rastro de su papá. “Sigo poniendo mi huella encima de la huella de mi papá. Pero intento hacerlo de una manera diferente”.
Este artículo fue publicado originalmente en la revista internacional de conservación natural Mongabay Latam.