La Primera Guerra Mundial fue un acontecimiento estremecedor, que sacudió los cimientos de Europa y tuvo consecuencias que cambiaron el mapa geográfico y la dinámica del poder en el continente. Desaparecieron imperios y monarquías, se redefinieron fronteras, dejando atrás una estela de millones de muertes y destrucción. También quedaba en el pasado la vieja Europa, “el mundo de ayer” como se titula un hermoso libro autobiográfico de Stefan Zweig. Y hacia adelante quedaban problemas abiertos –como las cuestiones asociadas al tratado de Versalles–; la irrupción de un experimento inédito en la historia de la Humanidad, como era el comunismo de Lenin en la nueva Unión Soviética; algunos movimientos que tuvieron su origen en esos años y llenarían de violencia y destrucción al mundo en las décadas siguientes, como fueron los casos del nacional socialismo y el fascismo. Muchas de estas cosas se pueden observar en el cine y en los libros de historia, pero también hay alternativas distintas para conocer la guerra y sus manifestaciones.
Detrás de esta catástrofe hay alguna creación, y el tronar de las trincheras tuvo repercusiones impensadas en la belleza de la literatura. Uno de los textos clásicos sobre la guerra –y que se convertiría en una especie de manual de pacifismo–es el libro de Eric Maria Remarque, Sin novedad en el frente (Barcelona, Edhasa, 2009), 255 páginas. El escritor alemán nació en 1898 y estuvo presente en la Gran Guerra, lo cual le permite escribir “desde dentro”, a través de un grupo de amigos que estuvo luchando y sufriendo: Albert Kropp, Müller V., Leer, Paul Bläumer (quien actúa de narrador), Tjaden, Haie Westhus, Detering y Kat (StanislausKatczinsky). “Juventud de hierro. ¡Juventud! Ninguno de nosotros tiene más de veinte años, pero ¿somos jóvenes? ¿Nuestra juventud? Hace tiempo que pasó. Somos viejos”. Precisamente por la experiencia de la guerra, presentada con un carácter “idealizado y casi romántico” tiempo atrás.