Los dueños de Chile y el capitalismo de amigos

Nuestra sección de OPINIÓN es un espacio abierto, por lo que el contenido vertido en esta columna es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial de BioBioTV
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Hasta la reforma agraria, Chile era un territorio de campos, fundos y peladeros.

Abundaban los caminos de tierra, los pozos sépticos y los conventillos urbanos.

La elite era otra. Todavía pesaban los apellidos castellano-vascos, esos que le dieron nombre a las calles, plazas y avenidas.

Aún persistía esa fraseología: “tú eres de los Rodríguez de Zapallar, tú eres de los Letelier de la Quintrala, tú eres tal persona de tal clan vinculado, de alguna manera, con la historia del país”.
Hasta entonces, Chile funcionaba en torno a la Hacienda, su unidad productiva, cultural y electoral por antonomasia. Eran los dueños de las haciendas quienes participaban, fundamentalmente, de la toma de decisiones a nivel estatal.
Hasta que vinieron las reformas agrarias. De lado y lado, se consideró que los extensos fundos no eran eficientes, justos ni modernos.

“La tierra para el que la trabaja” fue el eslogan más repetido de los sesenta en las zonas agrícolas.
Entonces vinieron los revolucionarios, primero los democratacristianos de Frei, luego los marxistas de Allende, los nacionalistas de Rodríguez, Time y compañía, los gremialistas de Guzmán, Novoa y compañía hasta los Chicago-Boys formados por Sergio de Castro, Harberger y otros.

Las haciendas nunca fueron devueltas.

Los actuales fundos exportadores, esos que están tapizados de berrys, olivos y almendros, no son las viejas haciendas convertidas.

Al contrario, estamos ante unidades productivas todavía más concentradas que en los sesenta, aunque ahora desprovista de su sentido cultural y político.

Es decir, la propiedad agrícola está más concentrada que antes de las reformas agrarias, pues las multinacionales y gigantescas corporaciones reemplazaron a los medianos terratenientes.

Sin embargo, eso poco importa.

¿Por qué?

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Hasta la reforma agraria, Chile era un territorio de campos, fundos y peladeros.

Abundaban los caminos de tierra, los pozos sépticos y los conventillos urbanos.

La elite era otra. Todavía pesaban los apellidos castellano-vascos, esos que le dieron nombre a las calles, plazas y avenidas.

Aún persistía esa fraseología: “tú eres de los Rodríguez de Zapallar, tú eres de los Letelier de la Quintrala, tú eres tal persona de tal clan vinculado, de alguna manera, con la historia del país”.
Hasta entonces, Chile funcionaba en torno a la Hacienda, su unidad productiva, cultural y electoral por antonomasia. Eran los dueños de las haciendas quienes participaban, fundamentalmente, de la toma de decisiones a nivel estatal.
Hasta que vinieron las reformas agrarias. De lado y lado, se consideró que los extensos fundos no eran eficientes, justos ni modernos.

“La tierra para el que la trabaja” fue el eslogan más repetido de los sesenta en las zonas agrícolas.
Entonces vinieron los revolucionarios, primero los democratacristianos de Frei, luego los marxistas de Allende, los nacionalistas de Rodríguez, Time y compañía, los gremialistas de Guzmán, Novoa y compañía hasta los Chicago-Boys formados por Sergio de Castro, Harberger y otros.

Las haciendas nunca fueron devueltas.

Los actuales fundos exportadores, esos que están tapizados de berrys, olivos y almendros, no son las viejas haciendas convertidas.

Al contrario, estamos ante unidades productivas todavía más concentradas que en los sesenta, aunque ahora desprovista de su sentido cultural y político.

Es decir, la propiedad agrícola está más concentrada que antes de las reformas agrarias, pues las multinacionales y gigantescas corporaciones reemplazaron a los medianos terratenientes.

Sin embargo, eso poco importa.

¿Por qué?