La fluctuante historia del cine de terror tuvo un insospechado giro en 1973 con el estreno de la película más ambiciosa de William Friedkin: El Exorcista; adaptación de la novela homónima de William Peter Blatty e iniciadora del interminable recurso de la posesión demoniaca. Un icono cinematográfico que busca ser revindicado ahora en su versión televisiva.
Si bien el largometraje nació en el apogeo de la tendencia satanista en Hollywood (que se inicia con El bebé de Rosemary (1968), de Roman Polanski y se corona con La profecía (1976), de Richard Donner) su trascendencia se debe al poderoso impacto visual y al penetrante simbolismo que caló hondo en la conciencia colectiva, no solo como una reflexión sobre los celados miedos de la sociedad norteamericana sino también como una descarnada tesis sobre la maldad y el quebrantamiento moral. Nada más aterrador que una dulce niña encarnando el poder demoniaco, exponiendo un salvajismo y una obscenidad visual nunca antes representados con tanta espectacularidad. Sin embargo, hasta el día de hoy ninguna de las secuelas y constantes relecturas pareciesen rendir un justo tributo a la cinta original de Friedkin, salvo contadas excepciones que exploraron nuevos registros narrativos (El último exorcismo, de Daniel Stamm o El Conjuro, de James Wan).
No obstante, el agotamiento de esta fórmula en el cine actual significó también el escenario propicio para revitalizar el subgénero en la plataforma televisiva. Outcast del afamado Robert Kirkman (creador de The walking dead) dio este año una de las primeras manifestaciones de esta reformulación, logrando un gran éxito de audiencia y una amplia aceptación de la crítica. En este sentido, la adaptación de El Exorcista prometía también una revelación, pero con una doble dificultad: revitalizar los clichés de la ya consabida posesión satánica y ser la heredera directa (tanto en el argumento como en el formato) de la película seminal.
Si bien resulta un tanto apresurado catalogar el trabajo de Jeremy Slater como una obra digna de elogio, el capítulo piloto dirigido por Rupert Wyatt, estrenado el pasado viernes por la cadena FOX, tiene muchísimos aciertos. El primero de ellos es el casting encabezado por el mexicano Alfonso Herrera, quien da vida al padre Tomás Ortega, un joven sacerdote lleno de contradicciones que busca ayudar a Angela Rance, interpretada por Genna Davis, personaje que emula a Ellen Burstyn de la obra original; una madre que debe lidiar con la enfermedad de su esposo y asumir la responsabilidad económica de su familia. Y el más interesante de todos, el padre Marcus Lang, encarnado por Ben Daniels; un clérigo atormentado por su pasado y su infructuosa labor como exorcista, que si bien es un reflejo del antihéroe postmoderno (también un cliché en sí mismo) logra visionar un interesante desarrollo en su psicología. Por otra parte, tomando en cuenta que el primer capítulo no es más que una presentación parcial del conflicto y los personajes, la atmósfera opresiva repleta de espacios grises y cotidianos logran recuperar la dimensión hiperrealista de la estética de Friedkin, en donde la presencia de lo sobrenatural resulta ser inquietante y paulatinamente perturbadora. En este punto, la configuración del mal deja de ser efectista para dar lugar al terror conceptual, haciendo eco del universo ominoso que acecha en los tranquilos suburbios norteamericanos, trastocando la aparente seguridad moderna y la ilusión de la fe. Por último, las dos secuencias de posesión demoniaca -la primera bastante convencional pero impresionantemente visceral en su ejecución, y la segunda, insospechada para los convencionalismos del género- son una gran carta de presentación para el horror que se avecina. Quizás un nuevo punto de inflexión para el apogeo del drama televisivo.