¿Un sexto dedo? ¿Un tercer ojo? ¿La capacidad de comunicarnos con las plantas de interior? Nada de eso. Cuando hablamos de evolución humana no es necesario llevar nuestra imaginación tan lejos. Es más: basta con mirarnos al espejo y buscar las huellas que cientos y cientos de años de selección natural nos han legado.
Y es que aunque no lo parezca, seguimos evolucionando. De hecho, un reciente estudio conducido por el profesor Jian Yang y el doctor Jian Zeng, ambos de la Universidad de Queensland, Australia, se adentró en el ADN humano para confirmar que la selección natural sigue más activa que nunca.
Este proceso hace que las características que mejoran la supervivencia se transmitan de generación en generación, pero también que las dañinas no continúen con su viaje.
“Esto pasa con las mutaciones de ADN que perjudican la aptitud de supervivencia, y que resultan menos propensas a transmitirse por un proceso llamado selección negativa”, explica el profesor Jian Yang, del Institute for Molecular Bioscience, quien dirigió el estudio.
Es así como hoy podemos encontrar más de algún rasgo que nos muestra cómo la selección natural ha operado en nuestra fisiología, siempre en pos de mejorar nuestra nunca bien ponderada capacidad de seguir vivos. Estos son algunos de ellos.
1- Adultos que toman leche
Aunque tomar leche es una característica propia de los mamíferos en general, los humanos son los únicos que siguen haciéndolo cuando superan la infancia. Al terminar la lactancia, el resto de los animales deja de producir lactasa, la enzima que permite procesar la lactosa y descomponerla en glucosa y galactasa.
Pero gracias a una mutación que habría aparecido hace unos 7.500 u 8.000 años en lo que hoy es Hungría, algunos humanos adultos desarrollaron la capacidad de consumir leche sin problemas.
Es probable que en esas tierras el consumo de lácteos haya comenzado con ciertos tipos de quesos, como cheddar y el feta, que contienen menos lactosa que la leche.
También es razonable pensar que el alto aporte calórico de los productos lácteos resultaba bastante útil para sobrevivir en el frío clima europeo, factor que habría ayudado a desarrollar esta capacidad. Hoy no necesitamos el aporte calórico para sobrevivir, pero sí para ciertos gustos culinarios.
2- Resistencia a las enfermedades
En medio del ajetreo de la vida moderna, a veces es fácil perder de vista el objetivo último de nuestra existencia: la preservación de la vida. Es decir, reproducirse. Esto, al menos desde un punto de vista evolutivo. Y para reproducirse es requisito fundamental mantenerse vivo.
Dado que las enfermedades van en contra de todo esto, la selección natural se ha encargado de desarrollar mecanismos naturales de defensa ante afecciones específicas.
Por ejemplo, en el caso de la malaria, ciertas mutaciones dificultan que la enfermedad se esparza a través del torrente sanguíneo; ciertos genes provocan la escasez de la proteína que permite la descomposición de los glóbulos rojos, con lo que el trabajo de la malaria para colarse en ellos es mucho más difícil. Otra mutación, en tanto, se encarga directamente de impedir el ingreso de la malaria en la placenta.
Mecanismos similares para protegernos de determinadas enfermedades han sido observados en poblaciones particulares. Un estudio publicado en el International Journal of Organic Evolution concluyó que las poblaciones con larga data viviendo en entornos urbanos presentan una resistencia natural a patógenos intracelulares como la tuberculosis o la lepra.
La investigación también concluye que la densidad poblacional ha sido determinante en la evolución de la estructura genética humana.
3- Ojos azules
El ojo humano original tenía solo un color: el café. Pero en algún punto entre 7 mil y 10 mil años atrás (o en términos evolutivos, ayer), alguien sufrió una mutación en el gen OCA2, el que incide en la producción de melanina.
Dicha mutación “apagó” la habilidad de colorear el iris, el que sin la posibilidad de adquirir su color natural se decoloró hasta el azul.
Así nació uno de los rasgos más valorados entre las estrellas de Hollywood. Pero aun más interesante es que la mutación se habría traspasado desde un solo individuo, un solo ancestro; en otras palabras, todas las personas de ojos azules podrían ser parientes (aunque muy, pero muy lejanos).
A esta conclusión llegó un estudio de la Universidad de Copenhage conducido por el profesor Hans Eiberg, del Departmento de Medicina Celular y Molecular.
La variación verde, explica Eiberg, puede explicarse por la cantidad de melanina en el iris, la que en el caso de los poseedores de ojos azules es mínima.
“Con esto se puede concluir que los individuos de ojos azulados están todos vinculados al mismo ancestro. Han heredado la misma modificación en el mismo punto exacto de su ADN” afirma el experto.
En cuanto a las razones de la mutación, la discusión sigue abierta. Entre las teorías se encuentra la del atractivo físico que aumenta las probabilidades de encontrar pareja y reproducirse.
Otra tesis, como comenta el doctor Barry Starr, genetista de la Universidad de Stanford, apunta a que los ojos azules no tienen una utilidad directa y que no es más que una consecuencia de otra mutación que sí resultó de mucha utilidad a nuestros ancestros de hace 10 milenios: la piel clara, que los originarios del norte de Europa desarrollaron para absorber más eficientemente el poco sol que recibían para poder sintetizar la vitamina D.
4- El tamaño del cerebro
En los últimos 30 mil años, el cerebro humano ha reducido su tamaño en el equivalente a una pelota de tenis, cambiando de un promedio de 1.500 a 1.359 centímetros cúbicos. Con esta disminución de 10% en su masa, la pregunta resulta obvia: ¿Está también disminuyendo nuestra inteligencia?
El neandertal, desaparecido justamente hace unos 30 mil años, tenía un cerebro más grande que el nuestro. El del cromañón, pintaba cavernas hace 17 mil años, también.
Para David Geary, profesor de la Universidad de Missouri que ha estudiado este fenómeno, esto se explica porque nuestros ancestros requerían más materia gris para controlar una masa corporal mayor y defenderse de los muchos peligros de un entorno hostil.
En sus investigaciones, Geary descubrió una relación inversa entre la densidad poblacional y el tamaño del cerebro: “Al surgir sociedades más complejas, el cerebro se empequeñeció porque las personas ya no necesitaron ser tan listos para sobrevivir”.
Pero esto no significa una menor inteligencia, sino el desarrollo de una diferente, más sofisticada, afirma Brian Hare, profesor de Antropología en la Universidad Duke, de Carolina del Norte, Estados Unidos.
El experto asimila el fenómeno a lo que ocurre con los animales domesticados al ser comparados con sus símiles salvajes. Por ejemplo, el cerebro de los perros siberianos es más pequeño que el de los lobos, pero son aún más listos, pudiendo incluso comprender los gestos de los humanos.
5- Respirar en las alturas
Para vivir a 4 mil metros de altura hay que ser especial, como lo demuestran los habitantes del Tibet. Y no es solo una manera de decir. El mismo profesor Yang, de la Universidad de Queensland, desarrolló un estudio en el que comparó el genoma de 3.008 tibetanos con el de 7.287 no tibetanos y comprobó que los primeros poseen mutaciones genéticas que les permiten adaptarse mejor al lugar en el que viven.
Quienes viven en el Tíbet, así como los sherpas nepaleses, lidian con condiciones de hasta un 40% menos de oxígeno en comparación con lo que pasa a nivel del mar. En estas circunstancias, el cuerpo de un montañista se aclimata aumentando temporalmente la producción de hemoglobina, lo que lleva oxígeno a todo el organismo.
Pero el cuerpo de los tibetanos ha evolucionado para distribuir y consumir el oxígeno en forma mucho más eficiente sin tener que recurrir a la hemoglobina. Esto es mucho más seguro, pues esta proteína en exceso puede producir coágulos que aumentan el riesgo de ataques y problemas coronarios.
Los genes responsables de este rasgo son los EPAS1 y ELGN1, mientras otros con nombres igual de atractivos (como MTHFR, RAP1A, NEK7) también otorgan a los habitantes del Tíbet otras características únicas para lidiar con su entorno, como una mayor producción de ácido fólico o de proteínas que ayudan a regular el sistema inmunitario.