Quizás el valor más relevante de este clásico de Ramón Griffero sea que el montaje pueda ser percibido hoy con más esperanza de futuro de lo que era posible en su debut, en 1987.
Porque en la lectura que hace el espectador actual no opera el temible entorno de la dictadura y el estado de sitio, que sí influía en el público que, hace 30 años, fue a ver una propuesta donde Chile se mostraba como una morgue.
Asistir esa vez a la sala El Trolley se consideró un acto artístico y político de resistencia antidictatorial, porque se registraba el horror y se impedía el olvido.
Hoy la obra destaca por su vigencia artística, imágenes que emanan de un espacio único con rincones que conviven en escena y configuran un solo soporte junto con el texto y su historia.
Una propuesta humanista en lo ideológico sobre la historia reciente de Chile, con personas en un punto de inflexión vital, en una frontera en la que coexisten lo desquiciado y lo horroroso con sueños e ilusiones.
Complicidad y dignidad
El espacio y la influencia que ejerce en escena define la dramaturgia de Ramón Griffero y su compañía Teatro de Fin de Siglo (“Historias de un galpón abandonado” (1984), “Cinema Uttopia” (1985).
En “99-La Morgue” conviven funcionarios estatales con cadáveres que gritan sus historias personales.
Son cuerpos torturados cuya muerte evidente su director intenta ocultar con actas falsas, al parecer, por órdenes superiores.
En el otro extremo están los funcionarios y sus vidas, algunos cómplices y cobardes, otros que quieren sobrevivir con dignidad y sentido.
A este universo se suma el mundo exterior, que entra y sale, mientras las diversas puertas se abren y se cierran a las intimidades de los funcionarios.
Cada cual con una procesión que va por dentro y por fuera: la búsqueda de familiares desaparecidos, la distorsionada apelación a lo divino (cantos evangélicos y apariciones de la Virgen), mucha locura, ingenuidad y ternura.
También el intento de ocultar la verdad y las fisuras que se producen cuando gramos de conciencia y respeto se filtran en algunas cabezas, además de necesidad de recuperar sueños y construir futuro.
En el diseño integral de Javiera Torres que aporta la escenografía maciza e intimidante de una morgue, llama la atención el segmento en altura que se “despega” de la estructura para exhibir un balcón prostibulario, vinculado a la vida de un personaje.
Son imágenes que se asocian a un elenco versátil que entrega sus textos con creíble intensidad, humanidad e intención poética, todo traspasado por la música de Alejandro Miranda que eleva espiritualmente y la iluminación de Guillermo Ganga que construye trazas desde lo siniestro hasta lo alegre.
En un sentido general, el relato propone al cuerpo humano como protagonista, un auténtico enlace entre la naturaleza y la historia, un mapa donde alojan y se desarrollan todos los sentimientos.
Sala Camilo Henríquez. Amunátegui 31. Viernes y sábado, 20. 30; domingo 19.30 horas. Entrada general $ 6.000; estudiantes y tercera edad $ 4.000. Hasta el 4 de Septiembre.