En el 2006, cuando Cameron Diaz no necesitaba ser rejuvenecida digitalmente para interpretar a la soltera eterna de 30 y tantos años en sus comedias románticas, invité a una ex novia al cine y le pedí que ella eligiera la película. Recuerdo que crucé los dedos para que optara por “X-Men: la batalla final” o “Piratas del Caribe: El cofre del Hombre Muerto”, pero como los dioses no me tenían simpatía, terminó eligiendo “El Diablo viste a la moda”. Con una sonrisa ilusoria y cierta resignación pedí los boletos para la función de las 20.00 hrs. y la vendedora me dijo: “Señor, en ese horario solo está la versión doblada” Miré alarmado a mi acompañante esperando escuchar un “prefiero ver otra”, pero nuevamente los dioses me abandonaron: “Por mí no hay problema” –dijo ella. Sonreí y compré los tikets.
Entramos a la sala y esperé en silencio los avances… y llegaron… escenas de “High School Musical”, “Amor y otros desastres” y “Novia por contrato” desfilaron ante mis ojos y fue inevitable no acordarme de la Técnica Ludovico de “La Naranja Mecánica”. Mi novia me dijo entusiasmada: “Amor, hay que venir a ver esa alguna de esas”. No sonreí… en ese momento me hice ateo.
La película por fin comenzó y cuando Anne Hathaway apareció en escena mi acompañante me recordó un dato enciclopédico: “Ella protagonizó ‘Diario de una princesa’; primera y segunda parte” –dijo sin mirarme y enfatizando ese último dato. “No me digas” –contesté. Sin embargo, cuando hizo su aparición Meryl Streep, interpretando a la sádica y sofisticada Miranda Priestlyn dejé de sentirme tan infeliz. La elegancia de las locaciones, la embriagadora atmósfera del mundo de la moda y las cínicas dosis de humor, terminaron por derribar mis prejuicios; disfruté mucho la cinta (a excepción del doblaje) y no tengo vergüenza en confesar que la he visto más de una vez en FOX.
Fue por ello que “Girlboss“, la nueva apuesta de Netflix, me generó tantas expectativas. Los ingredientes parecían los adecuados para renovar mi interés por ese denostado subgénero (¿comedia amorosa sobre moda dirigida a mujeres?). La serie está basada en el libro homónimo de Sophia Amoruso, creadora del imperio multimillonario textil, Nasty Gal.
En la versión televisiva, Britt Robertson da vida a la insufrible y extrovertida protagonista, Sofía Marlowe, quien encuentra su verdadera vocación al intervenir y vender ropa vintage a través de eBay. Por supuesto, para cumplir ese objetivo debe atravesar una serie de peripecias laborales y personales, como el consabido conflicto amoroso, el cuestionamiento de la amistad, la desconfianza de la familia y el repentino proceso de maduración.
No obstante, la miniserie de 13 capítulos resulta ser una absoluta decepción. Si bien en el guion se advierte un esfuerzo por otorgar autonomía a la historia y desligarla del referente editorial; la fórmula fracasa al intentar innovar el punto de la narración, es decir, dejar de lado el contexto y ahondar innecesariamente en la complejidad psicológica (inexistente) de la joven protagonista.
Algo sumamente arriesgado si tomamos en cuenta que el argumento es un lugar común que no necesita ningún tipo de desviación más que otorgar una variedad de matices; algo de lo que David Frankel era muy consciente al momento de adaptar la novela “The Devil Wears Prada“, de Lauren Weisberge. En consecuencia, los episodios son tan prescindibles que basta con revisar el primeo y el último para entender por completo la historia.
Respecto a las actuaciones, la mayoría son solo fragmentos de clichés reversionados que impiden cualquier tipo de conexión emocional: el padre ausente y desconfiado, la amiga incondicional (verdadero cable a tierra del personaje principal), el novio bonachón (músico) y claro, la desastrosa protagonista: increíblemente irritante y fatigosa, no gracias a la representación de Robertson, sino más bien por la mala ejecución de un personaje que se expone más de la cuenta, envolviendo toda la narración sin dar ningún respiro al televidente.
Sin embargo, lo peor de todo no radica en la malograda construcción de Sofía Marlowe y su círculo, sino en el desaprovechamiento conceptual y estético del vintage. En ningún momento nos sentimos atraídos por el incipiente desarrollo de esta vertiente textil, pues la caracterización de este vestuario es tan insípida que ni siquiera logra otorgar identidad a la protagonista, solo se limita a mostrar con mucha rapidez los zigzagueos económicos que atraviesa Marlowe para construir su poderío económico, sin ahondar estratégicamente en su proceso creativo.
Por ello, a diferencia de otras obras como “Sex and the City”, en donde la moda constituye la visión de mundo para los personajes, otorgándoles un sello distintivo como producto comercial, Girlboss fracasa patéticamente al intentar obviar la única premisa atractiva para la historia. Además, el subtexto del empoderamiento femenino frente a los rancios parámetros patriarcales, es solo un destello que no logra legitimarse, en gran medida porque deseamos desde el primer episodio que un avión caiga sobre la protagonista y acabe de paso con toda la producción.
Por último, si bien “El Diablo viste a la moda” nos enseñó que una mujer exitosa necesariamente está destinada al fracaso al descuidar su vida sentimental y priorizar su carrera; y “Sex and the City” que las relaciones amorosas son tan accesorias como un bolso Louis Vuitton, ambas se ríen de su propia frivolidad con una factura de muy buen gusto; inverosímiles, pero honestas en su concepto lúdico; burguesas, pero conscientes de su fantasía inaccesible. Sin embargo, “Girlboss” desestima su propia historia en pos de la trillada filosofía de la meritocracia y la forzada irreverencia de un personaje prescindible bajo cualquier punto de vista.
Al parecer Charlize Theron tendrá que pedirle consejos a Selena Gómez al momento de elegir qué serie producir.