“Cuando la gente piensa sobre Los Andes dice 72 días. Yo siempre digo no fueron 72 días, fueron 72 noches. Para mí las noches fueron mucho peores que los días. Los recuerdos vienen mucho de las noches que pasamos allí. La gente piensa 72 días y se imagina una montaña con luz, con pinos, con gente esquiando. No, lo peor son las noches, son 72 noches. Además había días, pero las noches eran terribles. Si el infierno existe, no es con fuego, te puedo asegurar que es con hielo y oscuro”.
Con estas palabras uno de los sobrevivientes de la llamada Tragedia de Los Andes, Fernando Parrado, retrata en el diario uruguayo Espectador, la experiencia que dejó sólo 16 personas con vida tras el accidente que sufrió el avión en que viajaba junto a otros 44 pasajeros, incluídas su hermana y su madre.
El viernes 13 de octubre de 1972, el Fairchild despegó de Mendoza rumbo a Santiago. El viaje tenía como propósito llevar a los jugadores del equipo de rugby Old Christians Rugby Club a disputar un partido amistoso con algunos pares chilenos. Los acompañaban familiares, amigos y seguidores del equipo.
La traicionera Cordillera de Los Andes
“Me incliné para mirar por la ventanilla. Estábamos volando en medio de un espeso cúmulo de nubes pero, a través de los claros podía ver una impresionante pared de roca y nieve que pasaba a gran velocidad. El Fairchild daba bruscas sacudidas y la punta del ala ladeada no estaba a más de 7 metros de la montaña. Durante un segundo más o menos, me quedé mirando incrédulo y entonces los motores del avión rechinaron mientras los pilotos trataban desesperadamente de hacer subir el avión. El fuselaje empezó a vibrar de una forma tan violenta que temí que se rompiera en pedazos. Mi madre y mi hermana se giraron para mirarme por encima de sus asientos. Nuestras miradas se encontraron durante un instante, justo cuando un fuerte temblor sacudió el avión. Se produjo un terrible chirrido, como si estuvieran afilando un metal. De repente vi el cielo sobre mi cabeza. Una ráfaga de aire gélido me golpeó la cara y me di cuenta, con una tranquilidad extraña, de que las nubes remolineaban por el pasillo. No había tiempo para recapacitar, rezar o sentir miedo. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Entonces una increíble fuerza me propulsó del asiento y me abalancé hacia delante, sumergiéndome en la más completa oscuridad y silencio”, relata Parrado en su libro “Milagro en Los Andes”.
El Fairchild que los llevaría a Santiago se había estrellado en las cumbres, a 4 mil metros de altura. 13 de los pasajeros murieron instantáneamente.
Desde ese momento todo fue una lucha constante por la supervivencia. Las bajas temperaturas, aludes y la falta de agua y alimentos, fueron parte del día a día. No todos resistieron.
“Respira otra vez- solíamos decir a los más débiles cuando el frío, el miedo o la desesperación les empujaban hasta llegar al borde de la rendición. Vive lo suficiente para respirar otra vez. Mientras respires, estarás luchando para sobrevivir”, recuerda Parrado.
Convencidos ya de que la ayuda no llegaría y tras varios intentos fallidos por salir del lugar, el 12 de diciembre, Fernando Parrado, Roberto Canessa y Antonio Vizintín, inician la que sería la última y definitiva expedición camino al oeste para llegar a Chile y encontrar ayuda.
“Nosotros tres escalábamos con ropa de calle, provistos únicamente de los toscos utensilios que habíamos podido inventar a partir de los materiales rescatados del avión. Teníamos el cuerpo maltrecho por meses de agotamiento físico, inanición y exposición al frío, y nuestras experiencias pasadas habían contribuido poco a prepararnos para esa actividad. Uruguay era un país cálido y llano, así que ninguno habíamos visto nunca auténticas montañas. Antes del accidente, Roberto y Tintín ni siquiera habían visto la nieve. Si hubiéramos sabido algo de alpinismo, nos hubiéramos dado cuenta de que ya estábamos condenados. Por suerte, no sabíamos nada, así que nuestra ignorancia nos dio una oportunidad”, cuenta Parrado.
Tres días después resolvieron que Vizintín regresaría al fuselaje. “El viaje será más largo de lo que teníamos previsto y vamos a necesitar tu comida. En cualquier caso, dos pueden avanzar más rápido que tres”, fueron las palabras de Canessa según recuerda Parrado en su libro.
Roberto Canessa y Fernando Parrado siguieron a duras penas la travesía, dándose ánimos uno al otro cuando la tentación de rendirse les rondaba. Poco a poco la nieve se fue disipando, las rocas apareciendo y, finalmente, un caudaloso río se abría paso en la inmensidad de las montañas.
Estaban cerca de la civilización. La prueba llegaría cuando divisaron unas vacas y, al día siguiente, a unos arrieros.
“El 21 de diciembre, el décimo día de expedición, Roberto y yo nos levantamos antes del amanecer y echamos un vistazo por el río. Allí había tres hombres sentados al calor de una hoguera. Bajé corriendo por la ladera hasta la punta de la garganta y después descendí hasta la orilla del río. Al otro lado, uno de los hombres, vestido con la ropa de trabajo propia de un campesino de montaña, hizo lo mismo. Intenté gritar, pero el estrépito del río ahogó mis palabras. Señalé hacia el cielo e indiqué con gestos la caída de un avión. El campesino se limitó a mirar. Empecé a recorrer a grandes pasos la orilla del río de arriba y abajo, con los brazos extendidos como si fueran alas. El hombre se giró y gritó algo a sus amigos. Por un momento me entró el pánico, creyendo que me tomaría por un lunático y se marcharía sin ayudarme, pero lo que hizo fue sacarse un papel del bolsillo, escribió algo deprisa y ató el papel alrededor de una piedra con un cordón. Deslizó un lápiz por debajo de la cuerda y lo lanzó al otro lado del río para que yo lo recuperara. Al desdoblar el papel, leí el siguiente mensaje:
«Está de camino un hombre al que he mandado ir hasta allí. Dime qué quieres.»
Agarré el lápiz y empecé a escribir en el reverso de la nota del campesino. Sabía que tenía que elegir las palabras con precisión para hacerle entender la urgencia de nuestra situación y que necesitábamos ayuda inmediata. Me temblaban las manos pero, cuando el lápiz tocó el papel, ya sabía lo que tenía que decir:
«Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo. Llevamos diez días caminando. Tengo a un amigo allí arriba que está herido. En el avión hay todavía 14 heridos. Tenemos que salir de aquí rápidamente y no sabemos cómo. No tenemos comida. Estamos débiles. ¿Cuándo van a venir a rescatarnos? Por favor. Ni siquiera podemos caminar. ¿Dónde estamos?»
El arriero era Sergio Catalán, quien hasta hoy vive en las cercanías de la localidad de Roma, cercana a San Fernando. Fue él quien llegó hasta ellos, les entregó pan y luego los invitó a su cabaña. Entonces el Milagro se hizo real: se inició el rescate.
Desde entonces, cuando han pasado 43 años, los sobrevivientes conmemoran esta fecha en homenaje a quienes perdieron la vida en la montaña. De aquellos que no volvieron.
Así testimoniaron este nuevo aniversario del Milagro de los Andes, los sobrevivientes Pancho Delgado y Carlitos Páez.
Saludo por 43 AniversarioPosted by Carlitos Paez on Martes, 13 de octubre de 2015