Para los antiguos, el peor de los pecados capitales no era el libertinaje de la lujuria, la violencia de la ira, el resentimiento de envidia, ni el egoísmo de la avaricia. Para ellos, el peor era la soberbia, ya que en apariencia inocua al involucrar sólo a uno mismo, en realidad era el origen de todos los demás vicios, motivada por el simple y fatal hecho de que me considero superior o más valioso que los demás.
La soberbia. También conocida como arrogancia o vanidad. Para nosotros, el ego.
Y en realidad, el ego puede ser una distorsión traidora. Muchas personas inteligentes a lo largo de la historia se han convertido en idiotas, víctimas de su propio ego. Mi jefe, de ascendencia italiana, suele contar la historia de que cuando los generales romanos hacía su regreso triunfal a la ciudad tras una conquista exitosa, no sólo eran recibidos en las calles por el pueblo con una ceremonia apoteósica, sino que por ley un esclavo -el eslabón más bajo de la escala social- debía ir tras él, para susurrarle continuamente, entre los vítores de la multitud, una frase que encadenara su ego…
“Recuerda que no eres un Dios, eres sólo un hombre…”
Listos los romanos. Cuando sus líderes comenzaron a darse la calidad de emperadores y con ello ínfulas divinas, comenzó su decadencia.
Y actualmente, podría afirmar sin lugar a dudas que la profesión más arrogante que existe es la de periodista.
(Que lo afirme con tal certeza ya es demostración de ello).
Ni siquiera el poder de los médicos sobre la vida o la muerte; ni la capacidad de los abogados para descifrar códigos arcanos de los que depende nuestra libertad o patrimonio; ni tampoco las atribuciones de los políticos para conducir nuestras existencias, se compara con el ego de quienes nos hacemos llamar comunicadores.
Difícilmente podría ser de otra forma. El objetivo de nuestra actividad es ser leídos, ser vistos o ser escuchados. Desde el púlpito de los medios, in-formar, o dar forma a la verdad. Nuestra verdad. Pero no nos conformamos con ello. También damos nuestra opinión, alabamos o condenamos, muchas veces con escasas nociones o evidencias circunstanciales sobre lo que estamos hablando (como decía mi extinto director de carrera, periodistas: un océano de conocimientos de un centímetro de profundidad).
Somos investigadores, jueces y verdugos express. Líderes verborreicos de turbas sociales.
Es verdad, en no pocas ocasiones la justicia o las autoridades se equivocan y el escarnio público que propiciamos viene a ser el único castigo, sobre todo para los poderosos. Pero así también tenemos el peligroso poder de deformar la realidad, de simplificarla a niveles irracionales. De hundir a alguien, lo merezca o no, para siempre.
Y en ello el ego juega un rol fundamental. Los aplausos de la multitud que nos sigue se convierten en una nube sobre la que nos elevamos, y comenzamos a mirar a los demás desde un rol de superioridad. No importa lo feble de nuestro soporte, lo único relevante es que nos vean, y entre más alto lleguemos, más lejos aún llegará nuestro discurso.
Pero los periodistas también cometemos errores y lo pagamos caro. Basta una confusión, un dato equivocado, una imprudencia o incluso un malentendido, para que aquella nube se disipe y nos haga caer de bruces hasta el suelo, quedando tirados en las posturas más humillantes.
Entre más alto nos hace llegar el ego, más fuerte caemos.
De ahí que aquellos errores, que nos dejan en un rincón lamiéndonos las heridas, sean lecciones importantes de humildad. Algunos periodistas las acogen y comienzan a ser más cautos. Otros jamás aprenden, adictos a la alabanza fácil.
Porque en una época de medios de comunicación masiva, de alcance mundial, de contratos millonarios, de “rostros” reputados, es común olvidar que nuestra misión no sólo se dirige a renunciar ministros, destapar irregularidades o acusar fraudes de conglomerados.
Tiempo atrás, llegó a nuestra oficina una pareja de ancianos de Hualpén. Su casa, un humilde departamento entregado como vivienda social, se había filtrado completamente en el último temporal y parte del techo de había volado, inundando sus pocas pertenencias y exponiéndolos al frío de invierno. Habían solicitado ayuda a la municipalidad pero nadie los había escuchado.
Nuestro editor, en persona, fue hasta su hogar en medio de la lluvia y tomó fotos del desaguisado. Luego hizo una nota y denunció el abandono en que estaban aquellos adultos mayores sin recursos. Para nuestra sorpresa -o quizá no- al día siguiente una cuadrilla municipal estaba realizando las reparaciones correspondientes.
Los ancianos regresaron días después para agradecerle. La única recompensa que necesitó nuestro editor, fue su rostro de felicidad.
Es en esas noticias que nunca aparecerán en primera plana en que el ego cambia de forma. Se convierte en algo distinto, más maleable y virtuoso: se convierte en orgullo. En la satisfacción de hacer algo bien. Algo que cambió una vida.
Y si por algo vale la pena esta profesión y sus riesgos, es por eso.
Christian F. Leal Reyes
Periodista – DIrector de BioBioChile