Aquella mañana de 2013, cuando llegué a la fila para el chequeo de seguridad que da a la sala de embarque, las piernas me temblaron. Comencé a sudar frío y una corriente eléctrica recorrió mi espina. De pronto, todos mis sentidos se nublaron y mi cuerpo se rebeló contra mi mente, dándole la orden de huir. Di media vuelta y, cual prisionero que va rumbo al cadalso, me agarré con todas mis fuerzas de la baranda del segundo piso del edificio.
- ¿Qué sucede? -preguntó mi mujer consternada.
- No puedo ir -respondí jadeando, sin mirarla.
- Pero, te están esperando. Tienes reuniones… -intentó hacerme razonar.
- No me importa. No me importa nada -clamé con furia- Que me despidan si quieren. No me subiré a ESA cosa.
Esa cosa era un avión Sky que debía llevarme a Santiago por el día. Y yo estaba aterrado de esa cosa.
Es más, desde que mi jefe puso inocentemente los pasajes sobre mi escritorio hacía una semana, mi vida se había trastornado. Apenas hablaba. Apenas comía. Apenas dormía. La madrugada en que debía partir, Alejandra me llevó al aeropuerto porque yo era incapaz de coordinar movimiento. Menos manejar. Incluso hizo el check-in por mí porque yo sólo balbuceaba.
Y luego, tras despedirse de mí frente a la sala de embarque, colapsé.
¿Cómo había podido llegar a un punto tan patético?
Probablemente se reirán (no se preocupen, todo el mundo lo hace), si les cuento que cuando era estudiante yo quería ingresar a la FACH y ser piloto de combate. Había armado decenas de aviones a escala y podría reconocer cientos de modelos y versiones de aeronaves (como que el F-14 era capaz de plegar sus alas en V para alcanzar mayor velocidad y que al ser dado de baja por la armada estadounidense los aviones remanentes fueron destruidos para evitar que sus piezas llegaran como repuestos al régimen iraní, que aún mantiene un puñado del tiempo en que ambas naciones eran amigas). Ñoñerías así, que aún recuerdo.
Unos amigos de la familia me convencieron de que la milicia no era mi camino y tenían razón. Pese a ello, la primera y segunda vez que volé en un avión comercial de Concepción a Santiago en mi adolescencia aluciné todo el camino. Mi única desilusión fue que el trayecto se hiciera tan corto.
Si seguimos la teoría freudiana de que tu padre tiene la culpa de todo, creo que mis problemas comenzaron temprano en la universidad. Junto a mi familia fuimos de vacaciones a Paraguay y yo estaba emocionado porque era la primera vez que salía del país. De regreso, el avión atravesó algunas turbulencias moderadas sobre Los Andes y yo miré hacia el asiento de atrás en busca de tranquilidad. Fue entonces cuando por primera vez vi a mi padre -un grandulón cuyo porte y contextura lo asemejaban a un temible oso grizzly- acurrucado en su asiento, presa del terror.
Fue la primera vez en que asimilé que si el hombre que me había protegido toda mi vida no era capaz de auxiliarme en esa situación, era porque los aviones eran cosa peligrosa.
A partir de entonces mi concepción sobre los aviones cambió radicalmente. En 2005 mi flamante trabajo como periodista me valió un viaje a Estados Unidos, durante cuyas 10 horas de extensión fui incapaz de pegar pestaña. Pese a que el viaje no fue especialmente movido, cualquier ruido extraño, sacudida o luz de alerta, elevaba mis nervios a su máxima tensión.
Para cuando llegué a San Francisco, me sentía totalmente destruido. Lo que más lamento es que mi amigo Oscar, por entonces animador de Electronic Arts (EA), me esperaba para darme un tour personal por las oficinas de la casa de videojuegos más poderosa del mundo. Sin embargo, cuando íbamos a medio camino le confesé que si seguíamos, iba a desmayarme en la calle. Tuve que volver al hotel a dormir, con una amarga sensación de frustración que no logro sacarme hasta hoy.
(¡Me perdí conocer Electronic Arts!, ¡Carajo!)
Dos años más tarde se repitió la misma función cuando Luis Rull me invitó a participar del Evento Blog España (EBE). Fuera de lo maravilloso que fue conocer Sevilla, mi mayor recuerdo es mirar por la ventanilla del avión de Air France y agazaparme ante la inmensa, insondable e interminable inmensidad del océano Atlántico sobre el que volábamos de regreso. Tampoco logré dormir.
A partir de entonces comencé a evitar los viajes en avión a toda costa. Si tenía que ir a Santiago por trabajo, me bancaba las 6 horas en bus. Cuando me invitaron a participar de un seminario en La Serena, pedí vacaciones y nos fuimos con mi mujer en auto. Cuando me invitaron a exponer en Punta Arenas… vergonzosamente no respondí.
Pero llegó el día en que mi jefe me necesitó un día en particular en Santiago. Sólo dejó el pasaje sobre mi escritorio y describió mi itinerario, mientras yo miraba el papel con terror. No me atreví a confesarle que le temía a los aviones.
Así que ahí estaba yo. Agarrado como un gato a las barandas del segundo piso de Carriel Sur, mientras los guardias no sabían si llamar al psiquiátrico y mi mujer -que prácticamente había ido a dejarme en pijama- trataba de negociar mi liberación de mi autosecuestro.
- Escucha -dijo de pronto- Si yo voy contigo… ¿viajarás?
Su voz resonó en el caos de mi mente y la contemplé durante algunos segundos, entre emocionado y confundido. No pude pronunciar palabra, pero asentí con la cabeza.
Práctica, mi mujer volvió corriendo al mesón y le explicó a la empleada la situación. Creo que se apiadó de nosotros, porque nos vendió un pasaje más barato y sentados uno al lado del otro. Sólo así, aferrado al brazo de mi mujer como un tablón salvavidas, logré llegar a Santiago.
Mientras Alejandra salía a comprarse ropa apropiada (había salido prácticamente en pijamas para las 6 am de Concepción y llegó al calor de Santiago), yo apuré todas mis reuniones para regresar cuando antes, bajo la excusa de que me sentía enfermo. Apenas comí una sopa de cebolla en toda la mañana.
Antes de regresar, pasamos a una farmacia a pedir algún calmante o lo que fuera que pudiera amainar mi tormento.
- La verdad no puedo venderle nada de eso sin receta -confesó el famacéutico- pero… ¿por qué no se toma un par de tragos?
Sí. El mismo consejo que me habían dado decenas de amigos, a mí, que soy uno de los pocos seres abstemios sobre la Tierra.
Le confesé a Alejandra que no era capaz de pasar el mismo trance dos veces en un mismo día y que, aunque perdiéramos el dinero, quería que regresáramos en bus. Ella lo aceptó, pero bajó la cabeza como derrota personal. Sabía que mediante su esfuerzo, esperaba que su compañía fuera suficiente para animarme a tomar el avión de regreso.
Cuando estábamos en el terminal de Tur Bus ver su mirada de tristeza superó a mi miedo. “Está bien”, le dije, “Tomemos el bus al aeropuerto antes de que me arrepienta”.
Pasé 3 horas como león encerrado, yendo de un pasillo a otro, al baño, entrando y saliendo de tiendas, otra vez al baño, revisando menús que no pensaba pedir, de vuelta al baño para ver si había posibilidad de suicidarme en su interior, y volviendo a salir mientras pasaba el tiempo. La espera había hecho que mi angustia saltara al máximo y, cual ley de Murphy, cada proceso del embarque parecía sufrir un retraso tras otro por razones desconocidas.
En una de esas coincidimos con Carlos, un amigo mío que solía viajar a Estados Unidos como quien toma la micro. Le pregunté cómo lo hacía para soportar el viaje.
- Bueno, pues antes de subir me tomo unos tragos y…
Cuando el avión por fin se aproximaba a la pista para se despegue, mi señora notó que yo estaba por entrar en una crisis de pánico y pedir a gritos que abrieran la puerta para dejarme bajar.
- Muy bien, calma -me dijo con comprensión infinita- Dime ahora el nombre de los gatos que están con tus padres.
Y así, mientras el avión se elevaba, mi cerebro se esforzaba por encontrar los nombres… Bigotes… Beto… Coché… Mady… Pandita… (en ese tiempo eran 11 gatos y sonaban como los perros de Mario Hugo; ahora son “sólo” 8). Mi mente estaba dividida en 3 partes: una, totalmente animal, clamaba por salir de ahí a toda costa. Otra, consciente, apenas presente, intentaba recuperar de a poco el control de mi cuerpo. Una última, sobre mi cuerpo, observaba lo que acontecía y se avergonzaba de mí mismo… mira que estar aterrado recordando nombres de gatos.
Cuando aterrizamos en Carriel Sur aquella noche, miré a mi mujer y le agradecí por todo lo que había hecho, pero también le dije que aquella era la última vez que subía a un avión en mi vida. No quería volver a pasar jamás por esa experiencia. Ella aprobó resignada.
Pero eso no era justo. Yo ya conocía Estados Unidos, Brasil y Europa. Mi señora, sólo había ido conmigo a Bariloche de vacaciones. Miraba suspirando revistas de viajes a Disney (su sueño desde pequeña), a Nueva York, a Paris y a tantos otros destinos que el crédito pone en las manos de casi cualquier mortal en estos días, pero que ya nunca conocería. No a mi lado al menos.
No era justo.
Busqué ayuda con un psicólogo reputado. El sujeto era bueno y me ayudó a aclarar muchas cosas de mi vida, como que mi fobia al no ser de origen traumático, probablemente era reflejo de otros temores o situaciones inconclusas en mi vida. Conversamos mucho, fue muy interesante… pero finalmente no logró animarme a tomar un avión.
La situación no cambió en nada hasta que este verano, en medio de mis vacaciones, me junté a conversar con Jorge, un querido amigo, médico familiar. Le conté sobre mis fobias y mis dolencias estomacales crónicas. “Lo que tú necesitas no es otro gastroenterólogo: necesitas un psiquiatra”.
Un psiquiatra. Siempre había rehuido la posibilidad. Para mí, la mente debía tener poder sobre ella misma. No quería depender de medicamentos. Pero a esas alturas… ya estaba dispuesto a probarlo todo.
Elegí un psiquiatra casi al azar (el que me quedaba más cerca de la oficina) y comencé la terapia con dosis bajas de Ravotril que luego se fueron incrementando, junto a otros fármacos. Para mi sorpresa, noté cambios de inmediato: se acabó mi bruxismo y terminaron los problemas estomacales. Nuevamente podía comer de todo (menos kiwi, que es mi kriptonita).
¿El diagnóstico? Trastorno de angustia, con una fobia que mi psiquiatra prometió que si no me curaba en 3 meses, él mismo me pediría buscar a otro profesional porque era algo relativamente fácil de resolver.
Durante semanas, me mandó a pasearme al aeropuerto. Simplemente a pasearme por ahí. “Exposición al estímulo aversivo“, le decía él. Sospechoso de querer poner una bomba, creo que deben haber comenzado a pensar los guardias. El psiquiatra comenzó a presionarme para que pusiera a prueba el tratamiento.
Finalmente, este fin de semana se dio la excusa perfecta: mi amigo Andrés presentaba una nueva temporada de su obra “Smiley” que Alejandra se había perdido por estar convaleciente el año pasado. Era ahora o nunca.
Bastó que pulsáramos el botón “Comprar” los pasajes para que me regresara sospechosamente la gripe de la que casi me había recuperado. Aún peor, el viernes antes de viajar, me atacó una tos que me hacía parecer tuberculoso, terminando en arcadas. No pude ir a trabajar.
Mi mujer tuvo que llevarme a urgencias para ver si mi gripe se había complicado en algo más. El fallo del médico de turno: nada. Las radiografías, los exámenes, no mostraban nada en absoluto. Era todo psicológico.
Hasta el psiquiatra estaba asombrado. Me ordenó duplicar la dosis de calmantes y desapareció la tos. Me autorizó a triplicarla si al día siguiente aún tenía problemas para subir al avión.
Ese sábado, mi padre fue a dejarnos al aeropuerto y yo aún me sentía fatal. Él, también médico, aún sospechaba que pudiera estar incubando algo respiratorio y el viaje me sentenciara. En última instancia, consciente de la misma dolencia que yo me confidenció: “hijo, yo hace tiempo decidí que no volveré a subir a un avión y no he vuelto a hacerlo. Vivo tranquilo. ¿Para qué lo haces? No está obligado”.
Alejandra se sentó conmigo a decidirlo. Aún podíamos cambiar los pasajes para un “futuro”, pagando una multa. “Tú debes decidir”, dijo ella.
Durante largos minutos me quedé mirando al horizonte, entre la tentación de dar todo por terminado y volver tranquilo a casa, o arriesgarme.
Me imaginé dándome por vencido, devolviendo los pasajes, regresando a casa a acostarme… frustrado. El avión había ganado otra vez.
“No -le dije a mi mujer- vamos”.
No les diré que fue precisamente un viaje de placer, pero fue el más agradable que haya tenido en una década. Pudimos conversar, reírnos incluso, y yo aprovechar mi consola de videojuegos para distraer efectivamente mi atención. Prácticamente no me percaté cuando llegamos a Santiago (son apenas 45 minutos).
Cuando el avión se detuvo y pude respirar tranquilo, no sólo lo hice con alivio: lo hice con orgullo. Lo había logrado.
De regreso, el proceso también se nos facilitó. No podría decir que esté completamente curado, pero por fin sentí que había comenzando a dominar a la bestia en mi interior.
Así que si ustedes también buscan vencer su aerofobia, permítanme ofrecerles 3 tips:
1. Drogas: (de las legales). Es increíble lo que una generosa dosis de Ravotril puede hacer por ti en los momentos de tensión. Desde luego, siempre supervisado por un profesional médico.
2. Mario Kart: En cualquiera de sus formas. Llega un momento en que estás más preocupado de evadir un caparazón que de los bamboleos del avión.
Y 3… bueno, por fortuna o por desgracia, esta no puede adquirirse en farmacias o jugueterías, y es alguien que te ame. Alguien capaz de quererte con tus miedos y tener la paciencia para ayudarte a superarlos y acompañarte en el proceso. Pero sobre todo, alguien que sea un símbolo de cambio. Que te haga querer cambiar. Porque los mayores cambios en la vida y en la historia sólo los provoca el amor.
El resto, depende de ustedes.
Christian F. Leal Reyes
Periodista – Director de BioBioChile