El Derecho Internacional es compuesto de sentimientos y opiniones comunes de los Estados que imponen deberes y según destacados especialistas, no es auténtico Derecho. Estos sentimientos y opiniones son respaldados por sanciones éticas y es así que el Derecho Internacional propiamente tal es “una rama de la moral o de la cortesía internacional”. La clave de los pactos jurídicos entre dos países, es la buena fe. (Remiro Brotóns; et al. 1995).
Esta apreciación de buena fe denota el estigma de vulnerabilidad en los acuerdos o tratados. La sustentabilidad en el tiempo de esos pactos depende también de las buenas relaciones históricas entre las dos partes y de marcos constitucionales modernos y consolidados. Mientras las constituciones no se ajusten a un nuevo orden mundial que contenga un Derecho Internacional que vaya más allá de la cortesía y la razón moral, los tratados constituyen un componente esencial del Derecho Internacional. En este plano, aquellos tratados y acuerdos de soberanía y delimitación de fronteras, deben ser los instrumentos con menos legitimidad que nutren las numerosas convenciones.
Esta base es claramente frágil porque no existe una “Constitución para el Planeta Tierra” y la historia nos dice que cuando el sistema de poderes del Estado es regulado por Constituciones con demasiadas imperfecciones – exceso de rigideces o materias para interpretaciones muy abiertas-, hay proclividad a la acción unilateral e imprevista en cualquiera de sus actores. Esto es propio también de sistemas políticos que navegan por consensos transitorios.
En Chile y en Perú la disfunción es más grave aún porque sus Constituciones están impregnadas de conflictos históricos bélicos, no superados en el pathos nacional. Los cambios constitucionales necesarios en ambos países hacia lecturas históricas muy diferentes a las que han impedido mejores relaciones, es un factor indispensable a considerar. La principal incógnita consiste en que si este factor forma parte del análisis en el grupo de 15 jueces que van a fallar.
El fallo del 27 de Enero significa un gran test para la Corte Internacional de Justicia. Debe fallar sobre un diferendo entre dos naciones que en el manejo de sus relaciones no han logrado superar el legado histórico de una confrontación bélica que alteró sustancialmente su territorialidad.
Al apartarse de la negociación bilateral, la acción peruana exhibe no solo la vulnerabilidad de los acuerdos de buena fe, sino también los problemas entre ambos estados estimulados en parte por la debilidad del derecho internacional y por el clima permisivo en las relaciones internacionales centradas en los aspectos comerciales.
Las consideraciones sociológicas ocupan un rol marginal en el Derecho que continúa funcionando como un artefacto de la Edad Media donde se privilegia la observancia de la coercibilidad como algo inmanente. Un Derecho Internacional moderno y constructivo, con mirada de futuro en pos de la integración, debe estar desprovisto del derecho positivo como un orden de subordinación concebido desde la coerción.
La postura chilena ha sido extremadamente cautelosa y apegada a ese derecho internacional naciente, frágil e incompleto. Ambas naciones fallaron al no poder negociar desde la perspectiva de un derecho internacional naciente sin antagonismos, sino que actuaron desde las limitantes de la coercibilidad y su localización en el estado. En este contexto reducido, el realismo peruano fue proactivo. El realismo chileno fue defensivo.
La corte no se podrá zafar tan fácilmente, como se supone, de la hipotética nueva realidad territorial para cada nación después del fallo. Por las implicancias y el pesado legado histórico, es ilusorio pensar que será una materia que quede en manos de las relaciones bilaterales. Es así que el fallo debería rondar lo inocuo para ambas partes, especialmente por el legado de una guerra y el clima beligerante en el ámbito internacional.