En los últimos 30 años, Chile ha triplicado el presupuesto reservado a educación, llegando a destinar más del 7% del PIB, incluyendo recursos públicos y privados. En Latinoamérica, se le reconoce como pionero en materia de reformas educacionales y como la nación que más gasta en educación. Sin embargo, existe una asimetría entre la inversión realizada y los resultados del sistema.
Se han conseguido avances importantes en el acceso, cobertura y condiciones en que ocurre el proceso educativo, pero existen pobres logros en el mejoramiento de la calidad y equidad de los aprendizajes. Un ejemplo de ello es que el 25% de los mejores estudiantes chilenos se desempeña como el 25% peor en países con ingresos per cápita equivalentes como, por ejemplo, Rusia y Malasia (Cox, 2007; Weinstein & Muñoz, 2009).
La situación es crítica en los sectores de mayor vulnerabilidad: a mayor pobreza, menores aprendizajes y, por lo tanto, escasas probabilidades de participar y adaptarse al mundo de hoy (Arellano, 2004; Beyer, 2005; García, Cerda & Donoso, 2011; Vaillant, 2005; Valenzuela, Labarrera & Rodríguez, 2008).
El nivel educacional que Chile presenta no se condice con el desarrollo económico y social alcanzado. Se reconoce la amplia brecha entre los aprendizajes logrados en el sistema municipal y el privado. Sin embargo, el problema de la calidad de la educación trasciende a todos los niveles al compararnos con países desarrollados.
En tal sentido, crece la necesidad de contar con mayor capital cultural, pero para alcanzarlo se requiere que la escolaridad esté acompañada de estándares de calidad. Sólo una educación de calidad para todos posibilitará que el país despliegue sus potencialidades al máximo, avanzando en la competitividad y productividad de su economía, pero también en el logro de una mayor equidad social y el fortalecimiento de la democracia (Beyer, 2005; Weinstein & Muñoz, 2009).
La reforma educacional chilena no ha logrado alterar sustantiva y positivamente la manera en que los profesores actúan dentro de las aulas. Los docentes mantienen prácticas pedagógicas tradicionales y poco efectivas; incluso, en los portafolios de evaluación docente se observa que una proporción relevante de profesores se involucra en actividades de nulo o escaso impacto en el aprendizaje, perdiendo el objetivo de la clase (Cox, 2007; Weinstein & Muñoz, 2009). Los resultados de evaluación docente tampoco son alentadores. La mitad de los alumnos que van a egresar como docentes de educación básica, no domina suficientemente los contenidos curriculares que deben impartir.
El diagnóstico es claro. Lo menos evidente es cómo avanzar en una docencia de calidad. El Estado Chileno ha implementado diferentes medidas para fortalecer el desempeño docente, como son aumentos salariales, mejoramiento de infraestructura y dotación de materiales, mayores incentivos, sistemas de evaluación permanentes y perfeccionamiento docente, entre otros (Arellano, 2004; García, Cerda & Donoso, 2011, Weinstein & Muñoz, 2009).
Sin embargo, estas estrategias no han provocado cambios significativos en la calidad del aprendizaje logrado por los alumnos. Para promover un cambio real, Hanusheck (2005), plantea que se requiere transformar la forma de hacer las cosas cotidianamente y reconocer que lo que se ha hecho hasta ahora no está logrando que los alumnos aprendan de manera significativa y profunda.
Por Verónica Villarroel.
Verónica Villarroel (PhD) es psicóloga y directora del Centro de Investigación y Mejoramiento de la Educación (CIME) de la Universidad del Desarrollo.