Hoy en día pillar una máquina de arcade o flipper clásica es como encontrarse plata tirada en la calle. Un raro gozo que pasa cada tanto, pero es fugaz.
Cada uno tiene una representación de qué eran los flippers: para algunos eran lugares oscuros y pecaminosos donde se juntaban los tipos “choros”, los que le guapean a la vida, hacían la cimarra y se pasaban la tarde con un cigarro en la boca y un par de monedas macheteadas transformadas en una ficha cobriza.
Para otros era un lugar en donde uno iba con los padres. Con un billete de $500 estábamos una tarde entera probando cada máquina, y mientras los adultos conversaban con el encargado del local, los chicos se divertían un buen rato.
La experiencia de algunos cabe en algún punto de estos dos polos.
Los Flippers nunca fueron el punto para jugar lo más nuevo, ni los mejores gráficos. Ya desde la salida al mercado del Super Nintendo uno podía replicar de forma más o menos fiel cada título. Lo más valorado siempre fue el ambiente social y la experiencia.
Era una mezcla del aprender mirando y que te salieran movimientos por suerte. Frases como “déjame una vida”, o “cómete esto que te da más puntos”. No importa si eran máquinas para dos, cuatro o seis personas, y daba lo mismo si eran las aventuras de las Tortugas Ninja, The Punisher, Cadillac y Dinosaurios, X-men o Los Simpsons.
Muchos tienen recuerdos menos románticos de los Flippers. Sus memorias están teñidas de garabatos, golpes, empujones, amenazas, robos, ventas clandestinas, y muchas otras situaciones donde había que saber jugar, saber cuándo perder y saber cuándo correr.
Pero el flipper a fines de los 90 cambió. Las fichas que lucían orgullosamente el nombre del local cambiaron por bandas magnéticas, el lugar se volvió luminoso y, en vez de estar instalado al lado de un minimarket, se ubicaron cerca del patio de comidas de un mall. Al lado de las palancas y botones aparecieron las tablas de surf, los juegos infantiles, las máquinas de baile y los ticket de canje. La experiencia se sanitizó.
En este equilibrio de fuerzas, el lado más callejero y vagabundo del flipper se transformó en los “casinos del pueblo”. Las máquinas tragamonedas y los juegos de habilidad generan buenos recursos (o, por lo menos, suficientes) a los administradores de los locales.
Los clientes de ahora, en vez de enfrentarse a la pantalla por ser el mejor antes tus pares y dejar tus iniciales, braman ante frutas y tesoros piratas esperando los mágicos sonidos que se transforman en dinero. El secreto es que como en muchos juegos que involucran monedas y billetes, se pierde más de lo que se gana.
Las consolas fueron matando a los Flippers porque se fueron llevando su componente social. Las reuniones pasaron a las casas o a los locales donde se podía arrendar por hora. Como en todo ciclo, ahora es su turno de morir. Las consolas se llevan la experiencia a casa y toda la energía detrás del juego se transmite online, de forma pagada y cada vez más personalizada de acuerdo al gusto de los jugadores.
Si ves algún flipper que aún no tenga maquinas tragamonedas y no esté en la explosión de color de los mall, juegue y recuerde la época en que uno le peleaba a la vida con una ficha.
Mike Haggar
Participó en el podcast de videojuegos, cine y TV “Procesador”. Preocupado de estos tipos de entretenimiento desde el amateurismo… por ahora.