Porque un tema lleva a otro, se me ocurrió escribir sobre la relación del Estado con sus ciudadanos. Estaba en una tienda de venta de artículos para la construcción y el hogar – la de color institucional azul – y una persona, cansada de esperar que la atendieran, le comentó a otra: “Tanto trámite, no tienen suficiente personal. Pura pérdida de tiempo…Parece empresa estatal”. Claro, la tienda adolecía, a su parecer, de lo que siempre se caricaturiza como una falencia de la autoridad: mucha burocracia, papeleo, funcionarios desganados o poco eficientes y demora.
Más allá de la parodia, la falta de modernización en un Estado no tiene nada de gracioso. Se supone que el aparato estatal está para servir a la gente y no al revés. Y aunque Thomas Hobbes lo comparaba con Leviatán (un demonio bíblico enorme de los océanos), en el buen sentido del personaje, el nombre se ha terminado usando para describir un Estado gigante, aparatoso, autoritario, que se mueve lento y que es intocable.
La idea de Hobbes de un aparato estatal no promovía una dictadura, sino un régimen donde todos los “súbditos” están sometidos a leyes y a una autoridad que se da porque cada uno de ellos cede o transfiere parte de sus derechos a través de un acto voluntario y jurídico. Como – según Hobbes – los hombres son por naturaleza inclinados al desencuentro, a la guerra y al individualismo, éstos necesitan ordenarse y reglamentarse. El problema surge cuando Leviatán adquiere vida propia y de ahí que termine simbolizando un Estado que existe para los ciudadanos, pero que opera ya sin ellos. Los “súbditos” no pueden cambiar la forma de gobierno ni protestar o castigar al soberano que es juez, legislador y autoridad plenipotenciaria del Leviatán. O sea, pasa a ser un Estado que se sirve de sus sujetos en vez de servirlos a ellos.
Hace unas semanas, por coincidencia, conversaba con alguien que conoce bien el gobierno por dentro sobre qué podría estar entrampando la promesa del Presidente Piñera de concretar un “gobierno de excelencia”. Lo primero, dirán algunos, es la falta de pericia política. Pero eso, claro, se aprende en el camino. Según me comentaba esta persona, había otro factor relevante: los técnicos que llegaron a asentarse en el poder – estando ajenos desde siempre del oficio de ejercer el poder – no pudieron materializar su concepto “académico-teórico” de eficiencia. No encontraron en el Estado la modernidad con que estaban acostumbrados a operar en el sector privado. Y eso ralentizó los procesos que permitirían concretar tanta expectativa generada.
La “anécdota” de este conocedor del gobierno por dentro es agotadora. Cuando le pedí que me diera un ejemplo de falta de tecnología de gestión (por poner un caso, programas computacionales con que se podrían automatizar los procedimientos para así evitar el papeleo), mi interlocutor espetó: “Ponte tú, las comisiones de servicio. Es decir, cuando un funcionario tiene que viajar al extranjero debe informar a distintos entes, dependiendo de la repartición en que trabaje: jefe directo, secretaria, dirección jurídica, jefe de gabinete, ministro. La idea es que en ese trayecto se recopile información detallada: por qué viaja, acompañar invitación, si es que la hay, antecedentes de la agenda, tres cotizaciones de pasaje aéreo si no hay convenio con una agencia de viajes, entre otros.
En algún punto de este proceso se tiene que definir si hay presupuesto: cuánto le van a salir al servicio público los gastos corrientes, el traslado, alojamiento, alimento, costo de la visa, el viático. Si el procedimiento no está automatizado, implica que se van acumulando los papeles, que de entidad en entidad los lleva un estafeta, que hay que fotocopiar para hacer los respaldos, que el documento con la información se llena y se devuelve y se corre el riesgo de que se pierda”, me relata esta persona.
De sólo imaginar el proceso me siento exhausta. También sorprendida porque suena a aparato estatal del siglo XIX. Y agrega mi dialogador: “La solución es sencilla y algunos ya se han aventurado a implementarla: configurar un formulario estándar, online y que pueda ir y venir a través de correo electrónico. Olvídate lo que es encargar algo con franquicias tributarias cuando el sistema no está automatizado. ¿Call center? Otra falencia. A veces las preguntas de la gente son tan técnicas que el funcionario al otro lado del teléfono no maneja la respuesta y se termina derivando al que llama a un mar de reparticiones. En el plan ‘Salvemos el Año Escolar’ se detectó que un empleado informaba que el plazo para inscribirse había caducado cuando no era así”.
El relato me termina recordando la reflexión que hacía en abril del 2008 el ex Ministro del Interior, Edmundo Pérez Yoma. Decía entonces: “Quiero confesar mi enorme preocupación por los signos de fatiga que veo en el aparato estatal. Éste ejecuta hoy un presupuesto casi seis veces mayor al que se gestionaba al principio de los años noventa, básicamente con los mismos métodos, la misma tecnología y el mismo personal (…) está produciendo ineficiencia y desorden que es necesario remediar (…) Si bien podemos afirmar que el Estado chileno no es corrupto, sí corresponde hacerse cargo de que los síntomas mencionados están produciendo, poco a poco, hechos que nos preocupan. No soy muy amigo de la expresión ‘Reforma del Estado’ – por cuanto a veces creo que la perspectiva de procesos de largo aliento nos paraliza para adoptar medidas concretas de inmediata ejecución. Por ello, creo que se debe compatibilizar las medidas de corto plazo con las de largo plazo de manera que estas últimas no posterguen la ejecución de las primeras. Pero, en definitiva, querámoslo o no, lo que se necesita es una revolución en la gestión”.
Como para reflexionarlo. El Estado tiene el monopolio del poder que sirve a los ciudadanos. Es más, nuestra Constitución le impone, en su artículo 1º: “El Estado está al servicio El Estado está al servicio de la persona humana y su finalidad es promover el bien común, para lo cual debe contribuir a crear las condiciones sociales que permitan a todos y cada uno de sus integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material”. Si el aparato estatal no es eficiente, el ciudadano no tiene otra opción a la cual recurrir. Encima, los cambios no se notan de inmediato. Los lega un gobierno de turno para que sus frutos los vean administraciones posteriores. O sea, el autor de las reformas no se lleva el crédito por su capacidad visionaria.
Aún así, por más que un país trate de ostentar cifras micro y macroeconómicas admirables, no va a poder avanzar más rápido si no opera con agilidad. Como alguien lo ponía muy en simple: “Es como el cuerpo. Si no lo alimentas bien, no se mantiene sano”.